Unos 600 adolescentes acampan en una isla de Noruega. Es una tremenda ciudadela de carpas coloridas al aire libre, bien debajo del cielo. Hace un poco de frío, claro: así es el verano escandinavo. Pero no hay nieve, sólo pastito y un barro esponjoso repartido por toda la isla, que es puro bosque, con árboles muy altos y acantilados de piedra. Aunque no todo es color de rosa. La señal de internet no es buena, hay pocos enchufes para cargar los celulares y… ah, sí, algo más: hay un loco suelto con un arma que empieza a fusilar pibes uno por uno, hasta llegar a 77 muertos y 90 heridos.

Utøya, 22 de julio parece una película de terror, pero no. Está basada en hechos reales; aunque es bastante terrorífica, por cierto. El demente asesino en cuestión no es un monstruo cinematográfico en la línea de Chucky, Jason, Freddy Krueger o Michael Myers, sino algo mucho peor: un militante fanático de ultraderecha. Y el argumento se basa en una masacre real, la que ocurrió el 22 de julio de 2011 en la isla de Utøya, durante un campamento juvenil de la social-democracia noruega.

Dirigida por Erik Poppe, estrenada hace semanas en festivales europeos y, por el momento, a un par de clicks de cualquier pantalla del mundo, Utøya, 22 de julio es impactante. Claro que la historia original ya lo era, con su contexto de terrorismo endoeuropeo y su carga sistemática contra veraneantes adolescentes, aunque la forma narrativa elegida la vuelve más asfixiante aún. Está en una sola toma: la película no corta nunca y acompaña, cámara en mano, casi en tiempo real a una chica adolescente durante los 72 minutos que duró el ataque original, más algo de previa. Imposible no sentirse parte en esa secuencia: sabemos cómo empezó pero no cómo ni cuándo terminar.

La joven se llama Kaja (fantástica la actriz Andrea Berntzen, de 20 años) y empieza la película charlando con amigos, recibiendo una llamada telefónica de su mamá, peleándose con su hermana menor por el quilombo que dejó en la carpa, iniciando muy tibiamente una situación de seducción... y de pronto se vuelve nuestra compañera de supervivencia. Tiros, gritos, más tiros, más gritos y a correr. Hay que correr. Corremos con ella, con sus amigos, no entendemos nada, todos van y vienen entre los árboles, más tiros, nos acostamos en el piso, nos quedamos quietos un buen rato, silenciamos el teléfono, más tiros y cambiamos de escondite, cambiamos de estrategia y cambiamos de opinión: mejor en las rocas, en el agua, entre el pasto, los muertos, los heridos y los que están en shock.

Utøya, 22 de julio no es sólo la escalofriante cacería adolescente que puede esperarse a partir de aquella “noticia” del ataque terrorista en cuestión, en el que casi el 80 por ciento de las víctimas fatales tenían entre 14 y 21 años. Es también un curso acelerado de solidaridad adolescente con cambios de roles entre los que protegen y los que necesitan ser protegidos. Un desesperante crecimiento a los bifes –a los tiros– con la exigencia extrema de sobrevivir, acaso con una extraña e inquietante rima gamer, visual, con los videojuegos de supervivencia en campos de batalla.

Lo único parecido a un spoiler que aquí habilitaremos es el aplauso para una sutileza: la película no necesita en ningún caso mencionar el nombre del terrorista –que dicho sea de paso, es noruego y está en prisión–. Casi, ni siquiera lo muestra. Se trata de un ninguneo refinado y poético: la historia que nos interesa y nos mueve, definitivamente, no es la de los hijos de puta.