Fui un hombre muchas veces en la infancia. Desde las primeras lecturas escolares, igual que mis amigas, las maestras y el resto de la población fuimos hombres cuando los manuales se explayaban sobre las conquistas del hombre, la evolución del hombre o las diferencias entre animales y hombres. Y –dado que concurría a escuela católica– cuando Jesús descendiera para juzgar a los hombres y los hombres justos fuéramos salvados, yo esperaba ser una de ellos. Es decir: toda infancia hablada en castellano desarrolló una destreza (como la de saltar a la soga) para discernir cuándo la misma palabra que también funciona para dirigir el tránsito en los baños públicos, se vuelve categoría que incluye (o engulle) una costilla propia. La traducción se hacia más forzada con frases como “el día que el hombre llegó a la luna” (ya que efectivamente había 3 astronautas en la foto y en la nave) o cuando las revistas hablaban del “hombre común” y mostraban un oficinista vestido con traje de casa Modart. 

¿Qué clase de hombres somos las mujeres? ¿O qué parte?  “No se haga la tonta, señorita. Se sabe que hombre sirve para todos, es una generalización, es para simplificar”,  explicaba la maestra si es que alguna atrevida preguntaba por las nosotras. Porque es cierto que nadie se confundía, el “hombre” protagónico absoluto en el discurso filosofal era traducido como “y las mujeres también” en silencio y a velocidad luz por las usuarias del idioma. Ahora, recién ahora, quisiera saber si los lectores también traducían en sentido inverso o si vivían esta licencia como un acto de hospitalidad que, por otra parte, jamás iban a aceptar como retribución. ¿Quién se sentiría representado sin protestar por una Constitución Nacional que comenzara con “Nos las representantes del pueblo argentino”, aún en el caso de que las firmantes fueran efectivamente señoras? La disputa por la validez de la palabra Presidenta, es una secuela de la saga. 

¿Es posible discutirle al lenguaje? ¿Se puede forzar el vocabulario a voluntad? Aunque respondamos que no, parece que sí. Cuando se hizo visible que el “hombre universal” presente en la palabra “homicidio” estaba encubriendo crímenes del hombre real, aparecieron los neologismos femicidio y travesticidio que marcaron un cambio de rumbo jurídico, exigencia de politicas de Estado. Si esas palabras no bajan el número de muertes, dan cuenta de un otro modo de ver el mundo, resumido en un grito: #Ni una menos. 

En el siglo XXI aquel “hombre universal” está en retirada de los textos escolares pero habrá que reconocer que uno mismo todavía recurre al masculino porque suena más serio (y hormonalmente neutral) que si digo “una misma “, tal como la gramática me lo permitió siempre. Sólo que ahora ese salto a la soga se produce más seguido ya no para traducirse sino para incomodarse.  Y tal vez en esta incomodidad con el lenguaje en el que nacimos se encuentre la larga tradición que se le reclama al TODES, a la letra E que perturba a miembros (¿y miembras?) de la la Real Academia Española. El todes da risa, da espanto y molesta porque irrumpe con la potencia de una deformidad. Fuerza el final “natural” de las palabras, las retuerce. Aplicada muchas veces a términos que no lo necesitan, da cuenta del absurdo del nombrar lo que sea. Y da risa, no solo a un sector recalcitrante sino a quienes lo usamos a veces porque nos resulta definitivamente más preciso. Es forzado el uso de le E pero no se dirá que es nuevo, se inscribe en una tradición de resistencias como la @ del feminismo y la X de la comunidad queer, que no se evaporan, pululan, coexisten. Más que un neologismo, es una movida, una política consciente del lenguaje. Y más que lenguaje inclusivo, es lo contrario, el uso de la letra E no es simplemente una solución para evitar engorros y no quedar mal con ninguno de los dos sexos del “Todos y Todas”. Es un acto de alerta frente al margen de error y el riesgo de atropello. Rechazo a incluir/engullir, a sostener lo binario que nuestro idioma nos impone desde la casita feliz de los objetos con sus tenedores y cuchillos en masculino y cucharas y cucharitas femeninos. Manifiesto del no saber, negación a definir desde el vistazo una verdad difusa y de otres. 

Mientras tanto, el señor Arturo Perez Reverte amenaza con sacar las nalgas de su asiento en la Real Academia si se llegaran aceptar cambios ridículos y justifica su desplante en nombre de su profesión, como si la lengua fuera propiedad de castas o cuestión de make up: “Necesito una lengua limpia y eficaz para ganarme dignamente con ella la vida. Por eso me enfurece tanto que me la quieran enturbiar.” Acto seguido en la misma entrevista, invita a las feministas inteligentes, las que valen la pena, a no dejarse perjudicar por las otras ignorantes y así Pérez Reverte, reproduce un acto que hasta hace poco no tenía nombre pero ahora sí (¡ay pobre idioma! ¡encima está en inglés!): “Mansplaining” –hábito masculino de explicarles a las mujeres todo, incluido lo que hacen y lo que tienen que hacer–. Pérez-Reverte: “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”. Aquella frase más famosa de El Quijote que sin embargo no aparece nunca en la novela de Cervantes, viene al caso.