Hay franquicias que se pensaban cerradas, pero en Hollywood, como canta Jorge Drexler, nada se pierde, todo se transforma. Si en los últimos meses los ejecutivos recurrieron al arcón de los recuerdos para desapolillar a Alien (Alien: Covenant), los dinosaurios (Jurassic World) y hasta al asesino crónico Michael Myers (la inminente Halloween), ¿por qué no habrían de hacerlo con los extraterrestres de la saga Depredador, a más de treinta años de su debut en la pantalla grande de la mano del director John McTiernan (Duro de matar) y Arnold Schwarzenegger? Aquella película tenía entre sus actores de reparto a Shane Black, quien con los años se convirtió en un especialista en cruzar acción y comedia primero como guionista de la saga Arma Mortal y El último gran héroe, y luego haciéndose cargo también de la dirección de Entre besos y tiros (2005), Iron Man 3 (2013) y Dos tipos peligrosos (2016). Black repite doble rol y mixtura de tonos en esta nueva faena, ahora a cargo de unos cazadores interplanetarios más evolucionados y violentos que nunca.

La evolución se debe a que los bicharracos anduvieron durante toooodos estos años de ausencia viajando de aquí para allá nutriéndose de las virtudes de distintas especies. La violencia, a la bienvenida decisión de Black de no ahorrar sangre a la hora de mostrar magullones y decapitaciones, un gesto casi subversivo en un contexto donde la pulcritud visual se ha vuelto una norma del cine mainstream. Es, también, un intento de darle una escala humana a un asunto que se prestaba fácilmente para el gigantismo y la espectacularidad. No por nada los predadores parecen sacados de un episodio de Power Rangers (“Son parecidos a Whoopi Goldberg”, se dice por ahí). La primera parte de El depredador se mueve entre la exposición –y explotación– autoconsciente de las limitaciones de su modelo narrativo y el espíritu demodé de un relato cuyas postas remiten al cine de acción de fines de los ‘80 y principios de los ‘90, incluyendo una primera escena situada un operativo antidrogas en Centroamérica, esa escenario mil veces visitado por los héroes del género cuando los malos por excelencia eran los capos narcos. 

Pero acá no hay camisas floreadas ni malvados con acento. Sí una nave que se estrella y una posterior masacre de la que solo sobrevive el soldado Quinn McKenna (Boyd Holbrook). De allí se va con dos “souvenirs” que manda en una encomienda a la casa de su ex mujer e hijo. Souvenirs que en realidad son partes del traje de un predador que, cuando despierte, querrá recuperar a toda cosa, poniendo en peligro al pobre hijo de Quinn (Jacob Tremblay) mientras a él lo tratan de loco y lo encierran con un grupo de chiflados a los que el guión les depara varios momentos de indudable comicidad, con diálogos veloces y sorpresivos dignos de sus locuras. Una locura que no se traslada a la película, dado que la segunda mitad del metraje deja atrás esa idea de versión trash y ridícula de Doce del Patíbulo para enfrentar a ese grupo de descastados y una bióloga –puesta allí que para cumplir con la corrección política de género– con mil obstáculos para cazar a ese depredador que, al final, no era tan bravo como parecía.