Hoy por la madrugada, a los 80 años, murió Alfredo Abalos. Cantante, bombisto y compositor, bonaerense por nacimiento y santiagueño por elección, Abalos hizo del folklore un territorio en el que fue capaz de plantar bandera propia dentro de la tradición. El buen gusto, la austeridad en el decir, el estilo bien temperado, el tiempo de la chacarera nunca atolondrado, la zamba bien pronunciada, la tonada profunda, el repertorio exquisito, fueron su punto de partida y de llegada, su materia y su búsqueda. Y así Alfredo Abalos fue Alfredo Abalos: una tradición que no se inscribe dentro de ninguna tradición, pero que supo dejar gestos importantes dentro de la música popular argentina. 

Nació en la provincia de Buenos Aires (en San Fernando, el 21 de abril de 1938), pero eligió vivir en Santiago del Estero, y desde esa patria preferida cantó a su manera. Llegó a la capital santiagueña enamorado de su esposa y compañera de toda la vida, "Muni" Santillán, profesora de canto y danzas. Sus tres hijos, Martín, Santiago y Carolina, músicos también, formaron grupos como La Pesada Santiagueña, y tocaron con su padre.

  Dentro de una discografía distinguida, los discos que grabó en la década del 80 marcaron un paradigma de buen gusto, en épocas en las que el folklore argentino se reconfiguraba, después de la dictadura. Abalos fue Abalos con discos como La voz de la chacarera (1982), o con Moneda que está en el alma, que se completa (el dicho, y la música) en 1984 con Se pierde si no se da. Y con joyas como Cuando de cantar se trata (1985) o Las coplas de la vida, de 1987. En esos discos sonaban las guitarras de Colacho Brizuela, Luis Chazarreta o el gran Lalo Homer, el bandoneón de Lidio Reyes, y el mismo Alfredo en bombo, instrumento con el que también supo marcar estilo.  

  Se lo recordará también como el tipo al que le gustaba pegar sus buenos “gritos”, como él mismo llamaba a las sentencias que soltaba, siempre polémicas; como un personaje cascarrabias que no tenía problemas en ir contra todos y todas, y a quien sin embargo todos y todas querían: el entrañable Gordo. Sacarle una nota al Gordo Abalos con textuales grandilocuentes, hacerle decir que tal o cual cantaba fiero era fácil, pero también improcedente, fuera de foco. Porque más que sus gritos, lo que importó de él fue que desde el escenario enseñó a cantar y a escuchar antes que a gritar y levantar polvareda. Una muestra entre tantas: el vals “Qué será de mis siestas”, de Negrín Andrade, en su voz y en el bandoneón de Rubén Juárez, tremendo.

Hace poco falleció Horacio Molina; entonces el tango perdió a un único entre sus filas. Lo mismo le acaba de pasar al folklore.