Existen distintas especies de catadores de tumbas. La más común es la buscadora de celebridades y, dentro de esta subcategoría, la coleccionista de escritores. Estos especialistas peregrinan hacia Montparnasse para dejarle una Inka Cola a César Vallejo –el poeta está enterrado ahí, murió en París, como había vaticinado–; se decepcionan porque ya no se puede besar la fabulosa tumba egipcia de Oscar Wilde en Pére Lachaise –le pusieron un vidrio que evita dejar rastros de lápiz labial sobre la piedra–, se amargan porque la de Kurt Vonnegut está en una locación secreta y la de Karen Blixen en los jardines de su casa museo en las afueras de Copenhague: visitar a la baronesa puede costar una pequeña fortuna, lo mismo que hacerle los honores a Borges en la exclusiva Ginebra. 

Otra especie, a la que pertenezco, no tiene gran interés por la identidad de los enterrados, sino por los monumentos. Creo que estas líneas merecen una disgresión. ¿Por qué me gustan los cementerios? Es la pregunta que más contesté en mi vida (la segunda es “¿por qué no te gustan Los Beatles?”). Porque padezco de sensibilidad gótica, porque los juzgo tan monumentos históricos como los palacios, los museos y las catedrales y porque el gran fantasma de mi infancia fue la falta de tumba, la ausencia de un cuerpo, el epitafio inexistente, la imposibilidad del duelo. Entonces, un lugar donde los muertos son recordados y nombrados no me da miedo: me da tranquilidad.

Con la explicación de rigor, continúo: en mi curadoría de cementerios, lo que importa es la arquitectura funeraria, las esculturas, el arte sobre la tumba. Puedo registrar piedras y mármoles inolvidables: las portadas de cementerios de Francisco Salamone en la provincia de Buenos Aires, especialmente el tenebroso Cristo de la Rueda de Saldungaray, con su sufrimiento filo cubista. La tumba de Italino Lacomelli en el cementerio de Staglieno, Génova, un chico de cinco años asesinado en un parque público: la estatua que lo recuerda, de bronce ya verde, muestra a un niño jugando con un aro y detrás, a sus espaldas, dos manos enormes, de hombre-ogro, que salen de la tierra para atraparlo. Es una imagen de pesadilla. El hermoso y enorme gato de porcelana, gordo, blanco, con una flor en el pecho y las orejas coloradas, que la escultora Niki de Saint Phalle hizo para su asistente Ricardo Melon, muerto por complicaciones del sida en los ‘80, en el cementerio de Montparnasse. La inquietante Rufina Cambaceres saliendo de su bóveda en la Recoleta donde, se cuenta, despertó en el ataúd cuando fue enterrada viva. El  imposible cementerio monumental de Milán, la joya del turismo funerario, plagado de ángeles caídos, soldados jovencísimos, mujeres llorando y abuelitas sonrientes sentadas en la puerta de sus bóvedas, todo en tamaño natural. 

Soy afortunada y conozco casi todas estas maravillas oscuras. A mi colección, sin embargo, le faltaba la imponente El Beso de la Muerte, en el cementerio de Poblenou, fundado en 1775 en Barcelona. La vi, por fin, este año, mientras mis alertas de Google hablaban de un dólar a 40 pesos, mis amigos argentinos en Catalunya me decían “quedate”, desde la Argentina me decían “no vuelvas” y yo me deprimía, atrapada en el eterno retorno y el destino sudamericano. Y porque estaba deprimida me dije: es el momento de conocer el cementerio de Poblenou. Otra gente se toma un whisky. A los vicios, cuando alivian, no se los discute.

El Beso de la Muerte es una escultura hermosa y tétrica. Su nombre la explica: la Muerte, descarnada, con la calavera al aire, sin capucha ni guadaña, alada como un ángel negro, besa a un hombre joven y atractivo, de brazos fuertes y torso exquisito, que se deja morir, arrodillado y semidesnudo. Una escena de entrega erótica y de abandono. La Muerte lo toma por debajo de los brazos, con ternura: es madre y amante y ladrona. La historia de la escultura cuenta que fue realizada en el taller del escultor Jaume Barba hacia 1930 pero, se cree, la concibió uno de sus discípulos, Joan Fontbernal, porque Barba tenía más de 70 años cuando le llegó el pedido. El encargo lo hizo la familia Llaudet, como homenaje a uno de sus hijos que murió demasiado joven –aunque la identidad del protagonista no aparece en ninguna aparte y sí el nombre de Josep Llaudet Soler, empresario textil, ¿su padre?–. El epitafio son unos versos de Mossèn Cinto Verdaguer: “Mas su joven corazón no puede más; / en sus venas la sangre se detiene y se hiela / y el ánimo perdido con la fe se abraza / sintiéndose caer al beso de la muerte”.

Por supuesto, este hito del necroturismo está engalanado de leyendas. La más obvia dice que  inspiró El séptimo sello de Ingmar Bergman, pero suena a lugar común y además en poco se relacionan la Muerte de la película, carnal, cubierta por un manto negro y dotada del rostro de un actor, con este esqueleto de costillas expuestas, dedos-hueso que aferran los músculos agonizantes y la rara expresividad de las cuencas oculares vacías. Algunos investigadores hablan de una tradición esotérica llamada Mors Osculi, que supone a la Muerte no como segadora repentina y terrible, sino como compañera y guía. Son especulaciones. Sucede que la escultura recuerda a la Muerte y la Doncella: un concepto derivado de la Danza Macabra medieval y un motivo habitual en el arte renacentista, especialmente en la pintura alemana de esa época. La forma más habitual muestra a dos figuras, una joven y el esqueleto que la atrapa, en general con cierta sensualidad. La joven, voluptuosa, suele estar desnuda. La pintura más famosa quizá sea “Der Tod und Das Mädchen”, de Hans Baldung, de 1517: la Muerte es un cadáver seco, entre momia y anciano, claramente masculino, y se lleva a la mujer pálida y saludable tomándola de los pelos. Es una imagen vagamente violenta,  casi un rapto: ella no puede oponer más resistencia que la de su expresión contrariada. Hay miles y miles de representaciones de este motivo, también en música y en literatura, pero casi nunca representa la vida un hombre joven. En el Beso, además, la muerte es andrógina. La famosa escultura funeraria catalana es una pieza homoerótica y su sensual tristeza remite a una sensibilidad moderna; su soledad se recorta sobre el cielo y espera cerca del mar, como una extraña bienvenida.