A los 94 años, en plena actividad, emprendiendo giras y encarando proyectos, todavía cantando, y haciéndolo bien, murió Charles Aznavour. La gran voz de la canción francesa, aquel que podía decir y demostrar que “las modas pasan, pero el amor no”, como hizo cuando visitó la Argentina, diez años atrás, dejó marca y estilo, marcó una época y asentó un género imprimiéndole nombre y apellido, cumpliendo con lo que había prometido: “cantaré mientras mi corazón palpite”.

Aznavour falleció en el sur de Francia. Iba a tocar en Bruselas en unos días; venía de una gira por Japón. En esos conciertos volvía sobre sus temas, los que volvió clásicos, haciendo pervivir una forma de cantarle al amor que el mercado discográfico fue haciendo mutar a otros formatos. “La mamma”, “Sa jeunesse”, “La boheme”, “Te espero”, “Non, je n’ai rien oubilé”, “Je voyage”, llevan la marca de su voz, y son sólo las más populares entre unas 1200 que dejó registradas.

Sorprendía al verlo en vivo su estado vocal y físico, su dominio escénico, su capacidad de apropiarse del teatro desde su pequeña estatura. Cantaba con el talento de los clásicos, de los que ya no necesitan abundar en el gesto de demostrar. Así se lo escuchó, junto a una orquesta en sintonía, aplomada y elegante, en su último concierto en la Argentina, en el teatro Gran Rex, en 2018.  

Los más añosos lo recordarán como el “Señor Champagne” de aquella propaganda de Monitor, apenas un desliz masificante en la trayectoria de este caballero distinguido como chevalier de la Legión de Honor, officier de las Artes y Letras de Francia, embajador de Armenia ante la Unesco, entre otras medallas y cargos. O como el que presentó a Susana Rinaldi en el Olympia de París, en aquellos años de bohemia. O como el fetiche adorado por la Nouvell Vague, a quien Francois Truffat le dio el protagónico en su segundo largometraje, Disparen sobre el pianista. O en la obra final de Jean Cocteau, El testamento de Orfeo.

Tuvo otras apariciones en cine, varias. Entre las más recordadas: La adaptación de Diez negritos, de Agatha Christie, o de El tambor de hojalata, de Günter Grass, o dos donde pone en primer plano sus raíces armenias: Los fantasmas del sombrerero, dirigida por Claude Chabrol, y Ararat, de Atom Egoyan. 

Había nacido como Shahnour Varinag Aznavourian Baghdassarian, el 22 de mayo de 1924, en París, en el seno de una familia armenia inmigrante. A esas raíces también solía rendirles homenaje iniciando sus shows con la canción "Les émigrants". Vivía en Ginebra, y había sido nombrado embajador de Armenia en Suiza. Casado en tres ocasiones, tuvo seis hijos. Una de ellas, Katia, lo acompañaba como corista.

Su carrera artística comenzó en el teatro, donde interpretó desde los once años papales infantiles. Su primera incursión musical fue a principios de los 40 con un dúo con Pierre Roche, con el que comenzó a actuar como telonero de los conciertos de Edith Piaf. A diferencia de este gran ícono femenino de la canción francesa, Aznavour perteneció a una generación posterior, la de los cantantes internacionales, la generación de inmigrantes que se abría paso al mundo desde una París abierta, multicultural y bohemia, pronta para el fervor de los 60. 

"Siempre lo dije y lo he cumplido: Mientras mantenga las capacidades, no abandonaré a mi público. Me hace feliz ver que el público sigue siempre ahí. Es algo que necesito, porque mi mayor placer es mi trabajo. Cantaré mientras mi corazón palpite", dijo en una entrevista reciente. Y cumplió.