“Swastika, comunista”, dice Segey Spivak ante la imagen en una vieja foto. El hombre que revisa las fotos con él corrige el error, le recuerda cuáles son las diferencias entre una cosa y otra. Y sin embargo, ante el símbolo comunista Segey insiste y amplía, dando los nombres de Stalin y Hitler, recordando que firmaron un pacto, diciendo que el del mostacho mató más gente que el del bigote corto y calificando finalmente al nativo de Georgia de “nazi rojo”. Pequeño, frágil y dueño de un castellano que parece como si acabara de bajar del barco, Segey está en Argentina desde hace 30 años, parte de un curioso destino que el hombre no da la sensación de dominar, y que se imbrica con el de su país. De hecho y seguramente de modo no intencional, Segey viene a sumarse a una breve pero consistente saga sobre el estallido de la Unión Soviética y de cómo algunas piezas sueltas vinieron a dar a este alejado rincón del mundo.

Dos descendientes de rusos, Diego Gachassin y Silvana Jarmoluk, habían hecho sus aportes previos a este pequeño corpus cinematográfico. El primero de ellos por partida doble, con Vladimir en Buenos Aires (2002) y Habitación disponible (2004), mientras que Jarmoluk completó el año pasado Volodia, cuyo protagonista queda sin país tras la desaparición de las ex repúblicas soviéticas. 

A Segey, nacido en la ciudad de Komi, en Estonia, le sucede otro tanto, y le sucede en tránsito. Al estallar la guerra contra Afganistán, el hombre fue enrolado. Más tarde, y tras varias heridas recibidas, que el documental recapitula, desertó y fue a parar a Marruecos, con una asignación digna de Las Mil y una Noches: servir al rey de ese país. Tras varios años y por un motivo que no está claro (Spivak no es de hablar mucho y, cuando lo hace, mucho no se lo entiende) vino a parar a la ciudad de La Plata. Eso fue hace treinta años: 1988. La URSS cayó al año siguiente. Tras la caída, un decreto gubernamental determinó que todos los ciudadanos de ex repúblicas debían elegir una nueva ciudadanía, y quienes no lo hicieran serían considerados apátridas. Segey, que vive en una suerte de exilio de todo, jamás se enteró, por lo cual desde ese momento pasó a ser un ciudadano sin patria. 

Sobre guion escrito a cuatro manos con Fernando Krapp, Pedro Barandiaran filma a Segey en blanco y negro, tal vez para acentuar la melancolía rusa, quizás para pronunciar más la turbia incerteza en que se desenvuelve. No se sabe muy bien de qué vive, todo lo que se sabe es que pinta. Pero evidentemente al realizador no le interesa develar nada sobre su personaje, de modo que no muestra sus pinturas salvo de forma muy ocasional, fragmentaria y tangencial. 

Por otra parte, el sueño de la vida de Segey es pintar las cataratas del Iguazú, de ser posible luego de conocerlas, y si no mientras tanto a partir de fotos. Y evidentemente el blanco y negro no es el modo de hacer lucir a fondo cuadros con ese motivo visual. En algún momento Segey llega a exponer, pero los cuadros quedan fuera de cámara. 

Lo que no queda fuera es la larga y complicada conversación por Skype con su hijo, al que no volvió a ver desde que se fue. El hijo es un tipo duro aunque no cruel, que por supuesto tiene dos o tres facturas para pasarle. Con roles distintos pero una puesta de cámara semejante (fija, apuntada desde el que se siente culpable hacia la que fue herida), la larga secuencia, y su rol central en el andamiaje fílmico, recuerdan sin duda el reencuentro entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinsky en Paris, Texas.