A nuestros soldaditos, tan adolescentes aún en 1982, que fueron reclutados para una delirante hazaña guerrera

"Yo, señor alcalde, aunque su señoría no lo crea, puedo darle cuenta bien de lo que realmente ha sucedido. Es verdad que no soy más que una simple mujer que no conoce ni el leer ni escribir, y que a menudo me arremango para lavar o freír o cuidar niños y otras tareas que me encomiendan algunas señoras principales, de modo de poder parar la olla en la casa, porque del arte solo no se vive. Pero ignorante y todo como soy, y aunque usted no lo crea, sé valorar bien lo que es grato, la delicadez de una cara o el vigor de una escena expuestos en un cuadro. Y sé, por eso, con entera certeza, que mi esposo no es un mero pintamonas sino todo un artista, y con ancha fama como usted habrá oído. El pinta lo que le piden y también lo que le place. Pinta retratos donde encarece los finos rasgos de una dama o la apostura de un caballero. Pinta vívidos episodios de caza o el regocijo de los carnavales o los pomposos bailes de los salones. Pinta también la dulcedumbre de los santos y las vírgenes con sus admirables milagros. Pero ahora, en este último tiempo, mi Alfonso se quedó sin recibir ningún encargo, ni grandioso ni de los menudos. Hasta que al fin, gracias al Cielo, apareció el conde de Fontevedia, que, luego de comprobar las destrezas de mi marido con sus pinceles y los colores de su paleta, le encomendó una pintura al óleo de una hazaña guerrera: el ilustre señor quería inmortalizar allí la batalla en que su hijo más gallardo había muerto como un héroe. El bueno de mi Alfonso tomó el encargo y su paga adelantada con esperanza y alivio, pero con el ánimo flojo, con cierta zozobra. Porque mi Alfonso siempre ha sido hombre de paz y mansedumbre. 'Yo no sé de qué modo se retrata una guerra, y en vano me esfuerzo por imaginar las imágenes de una batalla', me decía azorado, ambulando de un lado a otro. Y de noche se revolvía en la cama, sin poder atrapar el sueño, y de súbito se levantaba y ahí mismo, en el rincón de nuestra pieza donde tiene montado su taller, se ponía a hacer bocetos pero enseguida los rompía y lo mismo pasaba en las madrugadas o por las tardes o en cualquier momento de la comida, y nosotras, mi hijita de cortos años y yo, lo atisbábamos de lejos sin decir nada. Entonces él se fue a hablar con los procuradores del conde, y ellos sonriendo le dijeron que su dilema se remediaba fácilmente. Que se marchara por un tiempo a ver las guerras, que para eso las había y muchas: que en Italia, que en Flandes, que en el África con los moros... Y él, no demasiado conforme y hasta temeroso porque nunca había estado en un campo de batalla, partió una mañana con sus papeles de dibujo y sus carboncillos para conocer qué cosa era ese asunto de la guerra. Y vio los ejércitos ya alineados y la soldadesca erguida con sus armaduras, y sintió las órdenes del ataque y los disparos, y las espadas que se entrechocaban y el humo de la pólvora y los gritos de furia y de dolor, y al instante el recio galope de los caballos que arremetían unos contra otros y la batahola que desplegaban las bayonetas y los trabucos, los zumbidos de los dardos, los retumbos de los cañones, y los cuerpos heridos que se derrumbaban y el campo sembrado de despojos como si no fuera gente sino un inmenso y hediondo muladar. Todo esto lo supe más tarde, cuando mi Alfonso se avino a contar, porque al principio, no bien regresó, andaba mudo, como atarantado, como si hubiera avistado el propio infierno o como si saliera de otro mundo o de lo más hondo de un abismo. Y por eso sin duda volvió extraño, trastornado, como ajeno, con la mirada brillosa, extraviada en alguna lejanía. Yo maliciaba que había presenciado un hervidero de horrores, porque de noche él despertaba gritando y gimiendo y hablaba como un desatinado en medio del sueño. '¡Que no me la corten -gritaba‑ , me tajan mi mano, mi diestra, y no puedo ya, no puedo más pintar! Y todo en derredor -proseguía‑ guerreros caídos, hendido el pescuezo, uno que brega por vociferar pero no puede, y le aflora de golpe un chorrete de sangre con un burbujeo estremecedor... y otro sollozando su doloroso suplicio, una daga incrustada en el vientre, y por el hueco se escapan las tripas como una cascada, un tortuoso reguero sanguinolento. Y aquí a mis pies... los brazos sajados que aún laten -retazos de cuerpos- una cabeza desgajada del tronco, ojos endurecidos que no pueden  cerrarse. Rojo puro rojo, rojo encarnado, escarlata, rojo carmesí, púrpura, grana, bermellón. Todo el rojo que tiñe los campos... se escurre por la tierra, pinta las caras mutiladas, los miembros esparcidos, pedazos informes'. Así gritaba mi pobre Alfonso retorciéndose en la cama. Y largos días después, casi sin dormir ni comer, escuálido como un mendigo, se levantó, a medias sonámbulo, y empezó a trazar bocetos, y mi hijita y yo lo espiábamos con el corazón trémulo, sin saber si alegrarnos o lloriquear por tanto sufrimiento que le horadaba el pecho. Y mi humilde alcoba dejó de ser alcoba y se transfiguró enteramente en taller, se inundó de papeles borroneados, de siluetas disformes, de bocas y gestos de espanto, de brazos enhiestos que hundían con saña las espadas, las lanzas, los puñales... Y mi hijita y yo fisgoneábamos con cierto recelo, ella aferrada a mi falda más que nunca, y a ratos nos brotaba como un aliento o deleite, porque, a pesar de lo crudo de los dibujos, nos pusimos a pensar en los dineros que pronto llegarían y que la casa volvería a poblarse de olores a cebollas y a guisos, a frutas y hortalizas, y no tan sólo el hedor de los aceites, las tintas, los pigmentos. Y de repente él asentó en el caballete el lienzo que ya tenía alistado y comenzó de prisa a delinear figuras y lanzas y caballos y polvaredas. Y mi hija y yo nos miramos sin poder contener la sonrisa y nos abrazábamos fantaseando con que compraríamos géneros para sábanas y vestidos, y una saya nueva para mí y un par de zapatitos para ella. Y Alfonso, mi pobre Alfonso, seguía trazando líneas y redondeles y escorzos de cuerpos y armas. Y todos los días venía a examinar la marcha del trabajo un delegado del conde, y Alfonso pintaba como si no hubiera nada más en el mundo que su lienzo y sus pinceles, ajeno y sordo a lo demás, como si estuviera inmerso en el propio frente de batalla, como si él mismo, al esparcir el azul violáceo y los amarillos y los ocres, fuera un soldado más en esa guerra, y desplegaba los grises azulinos de las espadas y los dorados de los escudos y la opacidad del cielo henchido de nubes. Y por último dispuso en la paleta los tintes rojizos, porque había que plasmar la sangre de los heridos y los mutilados, los ríos carmesí que se empantanaban como charcas. Y de pronto, en medio del cúmulo de los rojos, él pegó un grito, un alarido desolador y empezó a cubrir las profusas figuras con el bermellón, y en un arrebato, con una violencia que yo no le conocía, echó al suelo el lienzo y volcó encima los potes de púrpura y carmín, y tiñó así el cuadro entero como si fuera sólo un gran cuajarón de sangre espesa y turbia. El centinela del conde trató de refrenarlo apenas advirtió el trance enajenado, pero era imposible calmar a este mi marido que gritaba a la par frases soeces, injuriosas: la maldita la endemoniada guerra todos muertos o tullidos la hideputa batalla la matanza obscena, y entonces el veedor pidió auxilio, llamó a los guardias que estaban a la puerta y entre varios se esforzaron por arrancar a mi Alfonso, al pobre Alfonso, que se abrazaba al lienzo, a ese enorme manchón sangriento y seguía gritando, rugiendo como una fiera, soltando voces incomprensibles, los ojos también arrebatados, como en sangre viva, abiertos pero sin ver, y a la fuerza se lo llevaron como a un delincuente, un asesino, y se llevaron asimismo la pintura que destilaba sangre como prueba fehaciente de lo ocurrido, así decía un engolado alguacil. Y desde ese día, desde ese desgraciado suceso, señor alcalde, no he vuelto a saber nada de mi pobre marido, un hombre honesto que nunca ha sido ningún criminal ni hereje, ni ha pisado nunca jamás un calabozo. Por eso mi hija y yo pedimos, señor alcalde, que nos lo devuelvan, que no hay delito en despintar lo que uno ha pintado, que la culpa del caso no la tiene él sino la despiadada guerra que hizo estallar los ríos de sangre, ese horizonte dañino que al más bizarro o brioso lo hace gemir y desvariar. Porque, señor alcalde, y perdóneme mi franqueza, me atrevo a jurar que aquellos soldaditos que mandan a la guerra y también muchos otros que marchan de buen grado, por propio deseo, aparentando júbilo y ansias de heroísmo, aquellos soldaditos, sí, tienen, como mi pobre Alfonso, el miedo tiritando en sus adentros. Y esto, aunque usted no lo crea, lo sabemos bien nosotras, las simples mujeres, las que fabricamos sin pausa la vida con que se puebla el mundo. Así pues, mi pobre Alfonso, como un soldadito más, volvió del campo de batalla como usted lo ha visto, baldado no del cuerpo sino de la cabeza. Y nosotras dos, mi hijita y yo, le rogamos de rodillas, señor alcalde, que sea comprensivo con él, que por favor nos lo devuelvan, para que mi Alfonso pueda pronto recobrarse pintando los paisajes y retratos apacibles de antes y no ninguna de estas cosas fieras de la guerra. Ah, la guerra: consuelo engañoso de los desesperados, cruel tiranía de los perversos, audacia de ociosos y aventureros, quebranto de los más débiles, venganza de los rencorosos, torbellino implacable de muerte y penuria".