María Alché nació en Buenos Aires en 1983, estudió cine, pero primero se formó como actriz y debutó en la pantalla grande como protagonista de La niña santa, segunda película de Lucrecia Martel, con quien Alché tiene una relación de amistad de varios años. También trabajó en teatro junto a reconocidos directores como Pompeyo Audivert, Luis Garay, Ariel Farace, entre otros, y en televisión protagonizó Tratame bien y El donante, junto a Julio Chávez, Cecilia Roth y Rafael Ferro. Además, Alché dirigió cortos y actualmente estudia Filosofía. A todo ese currículum, ahora le suma su debut como directora del largometraje Familia sumergida, que hace dos semanas obtuvo el premio principal en la sección Horizontes Latinos del 66º Festival de San Sebastián. “Uno siempre agradece un premio porque hacer una película es un trabajo de muchos años. Más o menos desde que uno empieza el guion son como cinco años, trabaja mucha gente, es mucho esfuerzo. Nos esforzamos porque cada aspecto de la película sea lo mejor posible desde todas las áreas, desde los productores, las locaciones...”, cuenta la joven de ojos claros y mirada intensa. “Pusimos mucho trabajo y esfuerzo y por supuesto que para cualquiera es lindo un reconocimiento al esfuerzo de tanta gente durante tantos años. También pienso que puede ayudar a que la película pueda tener más visibilidad. Por algún motivo, un premio hace mucho eco. Y eso sirve”, agrega la directora del film que finalmente se estrenará el próximo jueves en nuestro país. 

La historia de Familia sumergida transcurre en un verano, en la ciudad de Buenos Aires. La hermana de Marcela (Mercedes Morán) acaba de morir, y ella hace su duelo, mientras debe enfrentarse a desarmar esa casa. Nacho (Esteban Bigliardi), joven amigo de su hija mayor, aparece en su vida dispuesto a ayudarla, y su presencia da lugar a viajes y aventuras juntos, mientras el marido de Marcela (Marcelo Subiotto) está ausente de diversas maneras, no solo por su viaje laboral. En sus confusos días, se entrecruzan personas y conversaciones de otro tiempo que la interpelan, mientras el mundo cotidiano la acecha porque si bien Marcela vive en una suerte de limbo existencial, la vida de todos los días sigue su curso y así se lo marcan sus tres hijos adolescentes.  

Alché no está delante de cámara en su ópera prima, pero eso no le quita el recuerdo de su primer trabajo en cine: “Por un lado, tuvo que ver con una cosa de confianza. Nunca había trabajado en cine y me confiaron un guion que yo leí y estaba en todas las escenas”, cuenta la flamante cineasta sobre su experiencia en La niña santa. También descubrió lo que significa involucrarse con el sonido, la cámara y aprender el lenguaje cinematográfico. “Uno está al servicio de una puesta en escena y tiene que entender esa lógica. Por un lado, tuvo eso a nivel actoral. Además, fue un buen ejemplo porque yo quería dirigir películas desde antes pero me parecía una nebulosa, una cosa difícil, como imposible. Yo actuaba desde muy chica, hacía teatro desde los once años, me gustaba la idea de dirigir teatro y el cine como lenguaje me parecía algo inabordable. Casi diría un mundo masculino y muy inaprensible”, recuerda Alché. 

–¿Y qué le aportó ser actriz al rol de directora?

–Creo que me aportó todo. Mi manera de dirigir es muy actoral. Cuando empecé a escribir los cortos siempre lo hice pensando en una persona que los iba a interpretar. Mi primer corto, Noelia, era con un personaje que hacía en una obra de teatro y a ese personaje le escribí un guion de cortometraje. Después, vi algunos amigos bailar en una fiesta y dije: “Quiero filmarlos y que sean hermanos”. Muchas ideas surgieron de ver actores. Además, me parece que mi manera de dirigir es muy actoral porque me gusta estar cerca de los actores; también la manera de pensar las ideas. Todo lo que venía haciendo tenía una lógica de teatro independiente, como el hacer escenas en la cocina de mi casa. En la Enerc nos decían: “Aprendan a hacer como en la industria, con cuarenta”, y en el camino de los cortos que recorrí después descubrí otra manera de hacer las cosas. Eso me permitió llegar a la película con esa estructura industrial, pero conociendo más cosas de mí que me permitieron manejar eso a mi favor. Por más que es una película chiquita, que no es un tanque, cuando vas a filmar tenés la estructura de un rodaje industrial, los técnicos marcan horarios y las cosas tienen unos tiempos que no son los de “Estoy con mis amigos acá”. 

–Más allá de la relación de amistad que tiene con Lucrecia Martel, ¿en qué aspectos se siente influenciada por su cine?

–Son cosas difíciles de decir. Yo veo que lo comentan mucho de afuera, pero para mí son muy difíciles porque me influenciaron muchas mujeres fuertes en la vida: mujeres de mi familia; Nora Moseinco, que fue mi profesora de teatro, etcétera. También me siento influenciada por Federico Fellini, David Lynch, John Cassavetes. Y por Lucrecia me siento más influenciada por la persona que por el cine. No lo puedo explicar ni decir cómo. 

–En la película hay una mujer que atraviesa un duelo. ¿En qué aspectos cree que es una mirada femenina sobre el duelo? ¿Cree que hay diferencias en la manera de vivir un duelo entre un hombre y una mujer o eso depende de la personalidad de cada ser humano?

–Cuando yo estaba mezclando la película, el mezclador me dijo: “Me siento totalmente identificado con el personaje de Marcela. Yo vivo la vida así. Siento que el mundo es así de extraño”. Me encantó que un hombre sintiera identificación con ese personaje. Si bien hay muchas cosas de la película que claramente pertenecen a un universo femenino, como la manera de estar en relación a los hijos, también me gusta mucho que los hombres se puedan identificar con la película. Me parece que un duelo es una situación totalmente humana que atraviesa a cualquiera. Y cualquiera podría sentirse atravesado por esa sensibilidad. Después, es más difícil para algunos hombres permitirse algunas emociones. Cuando escribí el guion, tenía muy presente Husbands, de Cassavetes, donde hay tres amigos haciendo un duelo. Y está esa sensación de que el duelo no es necesariamente dolor sino también es euforia, vida. Es un montón de cosas relacionadas con una pulsión de vivir, de algo vital. Esa situación es totalmente humana, al igual que la finitud, a la cual debemos enfrentar todos. Desconocer qué hay de ese otro lado metafísico que no atravesamos también es una situación sin género. Entonces, hay muchas cuestiones que hacen a la humanidad.

–El tema del duelo va de la mano de otra palabra muy fuerte: muerte. ¿Se siente demasiado alejada de pensar en eso o es de reflexionar sobre el significado de la muerte?

–Reflexionar sobre la muerte también despierta las posibilidades de la vida. Puedo decir dos cosas. Por un lado, en relación a la muerte, siento que nuestra cultura occidental judeocristiana, con herencia platónica, tiene muchas dificultades para relacionarse con la muerte de una manera más vital, más alegre. Uno ve culturas como la mexicana o la india, donde la vida es un traspaso a la muerte que está mucho más asociado a lo colorido, al festejo. Y acá uno va a un velorio y es un espacio totalmente frío, donde uno se siente totalmente expulsado, y que es algo que no tiene nada que ver con la persona que fue. Se ve obligado a una serie de ceremonias que no son para nada acordes a la emoción que uno tiene. Es un lugar feo, impersonal. No tenemos resuelto algo en relación a celebrar la partida de alguien. Estuve en la India y, cuando se moría un pariente, toda la familia iba durante un mes, por distintas zonas sagradas, lavando los huesos de la persona, haciendo una serie de lecturas y rituales. Había un proceso en relación a eso. Me parece que acá se muere alguien y son como mucho más frías todas las imágenes que uno tiene. Es más difícil hacer despedidas en este contexto. Eso por un lado. Por otro, una muerte cercana permite una reflexión sobre la muerte propia. Y esa reflexión abre a las posibilidades de la vida más increíbles porque uno se sabe como finito. Estando de paso uno tiene la posibilidad de tomar las riendas de la vida en una tesitura más propia que la que tiene cotidianamente. Tampoco se puede estar en ese estado todo el tiempo porque sería agotador, pero son como unos insights.

–Algo que tiene que ver con la película, ¿usted cree en lo sobrenatural?

–No sé si creo, pero me siento muy atraída por lo paranormal y las historias sobrenaturales. Me gusta escuchar historias de ese mundo. 

–¿Cómo trabajó con Mercedes Morán el aspecto psicológico e introspectivo que tiene el personaje?

–En la etapa previa a filmar, leímos mucho el guion y conversamos. Desde un primer momento, ella tuvo una sensación muy clara de que el personaje estaba todo el tiempo pensando en cosas que no eran las que estaban ocurriendo con sus hijos. Para contestar, la cabeza de Marcela tenía que hacer un esfuerzo de salirse de algo en lo que estaba, como si cada pregunta del mundo exterior fuese una interrupción de algo que ella estaba viviendo. Después, a veces, trabajábamos con cosas que yo trataba que no fueran tan claras, no tanto aspectos psicológicos sino hablar con algunos términos que no fueran tan claros y abriesen también espacio a suspender el pensamiento o la psicología. Dependía de las escenas. Algunas escenas funcionaban por anular algo del pensar y como admitir algo del estar. Parte de la clave del trabajo con los actores consiste en no aplicar siempre los mismos métodos sino confiar también en la diferencia. 

–La película habla de un duelo, pero también de la vida que sigue su curso y que, a veces, a las personas les cuesta seguir en el camino de lo cotidiano porque Marcela tiene el duelo pero también tiene hijos que estudian, van a fiestas, tienen problemas adolescentes...

–Sí, un poco esa era la idea, que la película dialogue o pendule entre este mundo cronológico, lleno de lo que todos tenemos: una agenda, horarios, en el hay que hacer una cosa y después otra. Hay problemas de la vida cotidiana que uno va resolviendo y tachando en la agenda. Es un trabajo de coordinación cronológico. Y me gustaba que eso siguiera su curso. En el medio de esa cronología, irrumpía un tiempo más misterioso, más sagrado, si se quiere, de preguntas más existenciales. Me gustaba que las reflexiones más existenciales provinieran de este personaje que, además, tiene que lidiar con desarmar la casa, lo material. Es un poco como pensar que uno no está solamente atravesado por el pensamiento existencial (a menos que sea un buda) sino que está también en una reflexión profunda y en una cosa que tiene que hacer que es aparentemente estúpida. A veces, esas cosas se relacionan. Me interesa cómo puede aparecer en la vida de cualquiera de nosotros e irrumpir como algo más sagrado que se puede manifestar de distintas maneras ya sea porque vimos algo en la calle que es milagroso, porque algo nos pasó, porque una canción nos emocionó. Es algo que te lleva a otro mundo. Y un poco esta era la idea. 

–El personaje de Esteban Bigliardi también tiene una pérdida: la de un proyecto. ¿Ellos están en sintonía por la extraña situación de no tener un rumbo fijo?

–Exacto. Es como la sensación de dos personas que están perdidas. El, en particular, se quiere ocultar en el mundo. Un poco lo que le sucede tiene que ver cuando en otro encontrás todo un trabajo, una actividad para no pensar en lo que te está pasando, que también es muy común. Es como decir: “Ahora, me ocupo de esto” y es evadirse de las propias preguntas personales. También es la sensación de que alguien se puede volver, de pronto, muy cercano en un momento de tu vida, ayudarte un montón por una circunstancia y, de pronto, desaparecer. Un vínculo breve pero intenso.

Mercedes Morán es la protagonista de Familia sumergida, la premiada opera prima de María Alché.