Eran los días felices de la infancia, allá en la doble frontera Mataderos-Liniers, años 70, en una escuela primaria de maestros buenos y alumnos compinches. Nuestro grado, entonces, era un grupo compacto de unos veinte chicos muy unidos. Un día, el llamado a participar de un torneo de fútbol interbarrial, trajo la discordia. Los que se consideraban los mejores de entre nosotros se cortaron solos, armaron su Dream Team. Los excluidos no es que fuéramos todos unos pataduras impresentables, pero éramos los remadores, los esforzados, los defensores, los que iban al arco. Humillados, decidimos dar batalla. El  Nacional de Primera División, que traía un exotismo federal a esa comarca insular en la que vivíamos recostados a pocas cuadras de la General Paz, nos dio el nombre: Desamparados de San Juan (así llamado en honor a la Virgen de los Desamparados) fue la inspiración para nuestro equipo de resistentes, y también del gesto irónico inusual en chicos de once, doce años. Así nació Desamparados de Liniers. Quiso el destino que en el primer partido debimos enfrentarnos al Dream Team. Y como en esas películas de superación personal estilo Carrozas de fuego, en el primer tiempo nuestro Desamparados de Liniers iba 2-0 arriba. Conmoción, épica y hasta un revanchismo lleno de prematura sabiduría (¿vieron vieron, por golosos?). Pero no duró. En el segundo tiempo todo se dio vuelta. Creo que terminamos 5-2 abajo. Fuimos arrasados.   

En el secundario aciago bajo la dictadura, en el maltrecho normal Mariano Acosta, poder jugar al básquet –que yo había heredado como pasión prestada de mi viejo–, me trajo mucho consuelo. Armamos un equipo muy bueno con el gran profesor y DT Alberto Finger, que me dio un lugar y una contención que me hacía muy bien aunque un poco me excedía. Y una vez se dio: íbamos a participar de un torneo intercolegial. Pero el problema fue que Martín y el Negro Sosa, nuestras dos torres insuperables, no podían participar porque ya eran federados. Yo era voluntarioso, ágil, me faltaba un poco de altura y no hacía tantas buenas bandejas como me quise creer. Se armó el equipo como se pudo y recuerdo un brumoso sábado a la mañana en un club de barrio lejos de todo. Era una ratonera. El ruido de los que alentaban a los rivales, en el gimnasio claustrofóbico, era infernal. Yo estaba en el banco, y cuando Finger me hizo entrar, no podía ni atrapar el balón de tanto que me temblaban las manos. Nos fuimos calmando, hicimos lo posible, pero el rival fue claramente superior. Fuimos arrasados. 

Años después, en la facultad de finales de la dictadura y comienzo de la democracia, los grupos de izquierda en sus variantes troskistas, los chicos de la Fede siempre ocultos bajo tres o cuatro sellos de agrupaciones que no llevaban la palabra “Comunista” ni por asomo, más algunos socialistas y maoístas sueltos, hacíamos reuniones fervorosas y asambleas muy convocantes para reorganizar el Centro de Estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras, todavía prohibido. Manejábamos listas de simpatizantes que, entre todos, superaban los trescientos estudiantes. Para entusiasmarse. Entonces vinieron las elecciones, apareció la Franja Morada con las obleas RA, que mezclaban la República Argentina con Raúl Alfonsín y con la cara de don Raúl haciendo su saludo de manos apretadas y ni troskistas ni comunistas, ni siquiera los novedosos chicos del Partido Intransigente, con sus sandinistas banderas rojas y negras, pudimos parar la ola alfonsinista. Fuimos arrasados.

La vida siguió y ya ubicado en un sano independentismo de izquierda no partidaria, siendo un jovencísimo delegado teléfonico empecé a tomar contacto con gente del gremio y de mi lugar de trabajo que eran peronistas –algunos de ellos venían del exilio– en un sindicato de tradición combativa. Llegaría la gran interna Menem-Cafiero. Me empezó a interesar la  disputa a instancias de estos compañeros que se inclinaban, mayoritariamente por lo que fui recabando, por Cafiero. A mí también me gustaba ese hombre inteligente, pícaro y que hablaba como un estadista reo. Y José Manuel De la Sota era la viva estampa de Felipe González, así que a pesar de no votar en la interna por no ser afiliado, me involucré bastante y aposté las primeras fichitas a mi peronismo sentimental. Fuimos arrasados.  

Cualquiera entiende a esta altura que en los triunfos y derrotas deportivas, estudiantiles, gremiales, políticas y sentimentales, nada es absolutamente individual pero que en lo colectivo siempre hay un residuo subjetivo que se pone en juego, se activa, y es el emergente de eso que llamamos fracaso. El fracaso siempre se vive en carne propia. La derrota es siempre la del arquero como el triunfo es de quien hizo el gol. No hay argumento colectivo consolador que valga. Eso hace que si las derrotas se acumulan y, además,  nos transmiten la sensación térmica de haber sido arrasados, pasados por encima, humillados y escarnecidos sin atenuantes, algo se vaya quebrando en el interior de la subjetividad derrotada, creando una dura coraza. A veces se llama cinismo.  Otras, indiferencia. A veces, alguien adopta la forma de una suave ironía. Y está quien exhibe su alma callosa con orgullo y terquedad, reivindica las derrotas como las experiencias más genuinas de la vida. Y están aquellos que asumen que ser arrasados es el verdadero destino de los hombres, porque cualquier triunfo y, sobre todo holgado, de mayorías, es sospechoso de impostura, de antesala de una nueva y más profunda derrota.

Estamos en las vísperas de una gran prueba para todos los derrotistas y arrasados del país. Y también para los voluntaristas impenitentes. Hay apelaciones a la unidad (¿arrasados del mundo uníos?) a como dé, para contrarrestar el apocalipsis como sea. Están los que una vez más se encerrarán en su orgullosa conciencia de minoría para contemplar la impotencia de armar una nueva mayoría genuina, una hegemonía cultural. No faltará el que se ilusione como nos pasaba en la facultad, confundiendo el considerable fuego de nuestras minorías intensas con la realidad de una mayoría. Y hasta habrá algunos locos soñadores que intentarán recrear la mística de los desamparados de San Juan, de Liniers o la Matanza. 

Es curioso, y hasta  paradójico, pero esta vez el arrasamiento está en la víspera del triunfo o la derrota: está pasando día a día debajo de nuestros pies, en esta tierra arrasada en parte por el poder devastador de la economía impiadosa y en gran parte por el consentimiento, también cotidiano de muchas personas que decidieron por alguna razón ya un tanto misteriosa, seguir usando la vajilla de plata para comer fideos como si nada estuviera sucediendo. Y la pregunta de fondo, al corazón de los que alguna o varias veces fuimos arrasados, ya no será si ganaremos o perderemos y por cuánto sino: ¿realmente tendremos ganas de volver a levantarnos cualquiera sea el resultado?