En la página 655 de El último Hammett, de Juan Sasturain, una Lilian Hellman ficticia propone a sus interlocutores (Roald Dahl y el mismísimo Dashiell Hammett) las dos categorías de libros que deberían estar a disposición de los huéspedes en los hoteles: “Para dormir y para no dormir”. Vale el spoiler con que arranca esta nota; no debe haber mejor definición del libro que incluirlo entre estos últimos.

Además de novela cuya lectura desvela, ¿qué clase de artefacto literario es El último Hammett? ¿Una biografía imaginaria del ex detective que inventó la novela negra? ¿Un primo lejano de Respiración artificial, de Ricardo Piglia, o un hermano entrañable de Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano? ¿Una novela de misterio cuyos personajes son escritores que reflexionan sobre la literatura, el boxeo y la vida, o un ensayo cuyas reflexiones se enhebran en el hilo de la intriga? ¿Un ejercicio experimental que enmarca relatos dentro de relatos en un juego de muñecas rusas o cajas chinas o noches árabes, como los de las novelas gráficas de Frank Miller? ¿Una alegoría sobre el destino de la literatura de ficción, pronta a ser reemplazada por las “historias de vida”?

En un breve prefacio, el autor aclara que no escribió una biografía sino una ficción que se apoya libremente en datos reales, y cuya “laboriosa escritura” surge de “la salvaje transcripción, expansión, manipulación, cita, distorsión y atrevida apropiación” de dos textos de Hammett: su novela inconclusa Tulip y el capítulo 7 de El halcón maltés. “Tampoco es una glosa, homenaje o simple tributo”, advierte antes de situarlo (“por el gesto reiterado de apropiación sesgada de los relatos”) en “cierta rica tradición” de la literatura argentina.

Lo de “laboriosa escritura” no es una exageración. Juan Sasturain empezó a escribir el libro en 1984 y lo terminó en 2017. En el medio hizo muchas otras cosas, desplegando una labor de novelista, guionista, cronista, ensayista y editor que lo sitúa como referente de la literatura, la historieta y el periodismo cultural en lengua hispana. Servido el borrador para una ponencia de 20 minutos en cualquier congreso previa lectura de las dos fuentes mencionadas, no nos explica cuál es aquella tradición nacional de apropiaciones.

En un ensayo de 1961, John Updike comparó dos cuentos: La espera, de Borges, y Los asesinos, de Hemingway. Sugirió que los dos relatos narran la misma historia desde diversos puntos de vista. El último Hammett está minado de referencias explícitas y alusiones a esos dos clásicos, por ejemplo: la reiteración de la frase “En eso estaba cuando…” con que comienza el memorable remate de La espera.

Así como una soterrada mina antitanque no estalla bajo el peso leve de un hombre a pie, al lector no muy lector se le pueden pasar por alto los guiños que desparrama Sasturain, dedicados a la literatura norteamericana y a la historia argentina reciente. Hay un secuestro con capucha y Dash acostumbra “tabicar” las cosas. En un programa de televisión que miran los personajes, dos pibes sabelotodo de apellido Glass abren una interfase con el universo de Salinger; hay todo tipo de referencias a Ambrose Bierce, y los apellidos de algunos de los villanos (Thriller, Frisson) remiten a las malas prácticas estéticas.

La novela es eficaz aunque no se pesquen todos esos juegos. Tiene personajes inolvidables, vívidos, singulares, que luego de cerrar el libro se recordarán como si se los hubiera conocido personalmente. Hay un rosarino millonario cuya hiperbólica obsesión con Hammett raya lo mítico; un antiguo compañero de armas desesperado por lograr que el escritor que ya no escribe dé forma literaria a su inenarrable vida (no la del escritor sino la de él mismo); un adolescente tan genial que inventa la célula fotoeléctrica en sus ratos libres, y un bucólico matrimonio de afroamericanos que podrían ser nietos de los criados negros de alguna novela de Faulkner. Y hay Hammett. Los diálogos derrochan ingenio y actitud. La trama es un tejido perfecto.