“¡Conchudas!”, nos gritan desde un auto que pasa veloz al lado nuestro. Y el grito resuena frente a las vallas que rodean como gran corralito a la Plaza Independencia, la que está frente a la municipalidad de Trelew, cercada el jueves para que ninguna de las alrededor de 50 mil mujeres que llegaron a esta ciudad para participar del 33° ENM se pueda sentar en su césped bien cortado y cuidado, a matear en clave feminista. La medianoche del sábado va quedando atrás y volvemos para el departamento, donde nos alojamos, después de una cena con amigas y una larga jornada de trabajo. No llevamos a la vista ningún símbolo feminista. Los pañuelos verdes quedaron guardados. Podríamos volver de una cena en un restaurante de Palermo. Pero esta ciudad patagónica está poblada de mujeres foráneas, de todas las generaciones, que caminan por las calles como nunca antes se vio, en una noche fría. “Conchudas nos dijeron”, repetimos y nos reímos a carcajadas, por la sorpresa del insulto, porque finalmente nos causa mucha gracia: como un ring raje. El insulto y el raje. El insulto cobarde y la escapada fugaz. Nosotras caminamos. Ellos –porque eran varios machirulos– van en auto. 

¿Cuándo tener concha –finalmente de eso se trata ser conchuda– se convirtió en agresión?, nos preguntamos. Leemos en www.diccionarioargentino.com la definición: “Insulto hacia una mujer, variable, se utiliza en mujeres malas, estafadoras o con malas actitudes. También se puede usar para recalcar un hecho indecente”. Y da algunos ejemplos de uso: “Martina, sos una conchuda, ¿cómo le vas a meter los cuernos a tu novio?”. “La conchuda de la cajera me volvió a dar mal el vuelto”. 

“¡Conchudas!”, nos gritaron. Fue solo una palabra. Esa. Cargada de bronca. ¿Qué les molesta? ¿Qué nos organicemos? ¿Qué ya no nos callemos más frente a varones, como ellos, frente a sus privilegios históricos, frente a sus violencias más o menos explícitas? Los medios hegemónicos en Trelew se encargaron de potenciar ese odio que deja como estela el grito destemplado, desde la ventanilla baja. En los días previos, bombardearon con comentarios que anunciaban la llegada de hordas de mujeres que venían a golpear hombres, a destruir la ciudad, a estropearla con pintadas feministas. “Porque la tele siempre te muestra lo peor. Nos decían que iban a romper todo, que eran violentas, pero yo cambié mi punto de vista desde el miércoles, que estoy trabajando con ustedes, y tuve muy buen diálogo en cada viaje”, nos había comentado el taxista que nos llevó del aeropuerto de Trelew al alojamiento. Lo mismo dice el mozo del bar. Fake news, para arengar durante varios días y generar caldo para que sectores conservadores –aislados o más organizados– ataquen a las visitantes. Con palabras. O con piedras. O chiflidos intimidantes. La presencia masiva de mujeres y cuerpos feminizados les resulta atemorizante. ¿Tienen miedo de que el feminismo “se contagie” entre “sus” mujeres? ¿De que les lave la cabeza y quieran dejar de lavar platos? La ola verde no se detiene. Ni con insultos. Ni con piedras. 

Ser conchudas no es lo único que nos hace mujeres. Los sectores que insultan son, justamente, los que ligan la sexualidad con la genitalidad. Pero el estigma de la mala mujer por infiel, maldita, por la propia fuerza de su sexo sigue fluyendo como el mito de la sirena que hunde los barcos y a la que se necesita purgar por su sangre, por su deseo, por su llamado a transgredir y su transgresión innata. 

Intimidar con la palabra conchuda a dos mujeres, a las dos mujeres, muestra que el acoso callejero no es una cuestión de deseo, de belleza o de seducción. No se trata de cuerpos que gustan, sino de cuerpos que interpelan, no se tratan de cuerpos que se buscan, sino que asustan y que se busca asustar. Echar a las conchudas como a las brujas que pueden revolver en su propio centro el hechizo que haga que otras dejen de ser objetos de miradas para empezar a mirar el mundo con su propio ser. 

El insulto busca –igual que el acoso, y que los piedrazos–, dar miedo. Mostrar la resistencia a las mujeres cuando no están solas, sino juntas y a las que ven solas, aunque vayamos juntas, escupirle conchudas para que sepamos que nuestro mujerío se nota a simple vista. No disimulamos la diferencia, hacemos poder de la diversidad. Y a la conchudez le sacamos el estigma de la buena villana para pasar a potenciar el feminismo del goce que tiene, en cambio, en ser conchuda (y no solo, ni necesariamente) también una forma de goce. 

No hay piedra, resistencia, insulto, ni lobby político o religioso que nos saque de las calles. Acá estamos las conchudas para hacer una vez más del lenguaje una forma de defensa. Y, como en el tenis, el golpe del contrario es solo una forma de darnos fuerza. 

Las conchudas estamos para no avergonzarnos más. La noche nos encuentra con la risa como manera de goce. 

–Nos dijeron conchudas –gritamos en la vuelta de la madrugada con las piernas como motor de una salida sin necesidad de taxis o acompañantes. 

Y, casi, que pedimos una remera que diga. Y lo resalte (ahora que sí nos ven) con glitter verde. 

No les tenemos miedo porque ya no nos tenemos miedo. 

No aplanamos nuestra potencia. Ni escondemos nuestra resistencia.

Conchudas. Y, ni siquiera, a mucha honra. Porque también hacemos de la deshonra una forma de goce.