El lenguaje de los pensamientos –las frases y los nombres que le dan un soplo de vida– podría ser el centro del mundo narrativo de Betina González en la extraordinaria colección de cuentos El amor es una catástrofe natural (Tusquets). “A partir de hoy, voy a ser otra”, se dijo la joven sin atributos que eligió para ser otra a su extraña vecina, Leila Ott, un personaje reincidente en el libro, “la niña gato”, “la salvaje de América” o la “la hija de los felinos”, como la llamaron en los diarios, que nunca aprendió a hablar como el resto de la gente y que siguió “fiel a la ferocidad de su secreto”. Lo frágil, lo quebradizo, lo ambiguo, aquello que oscila entre lo maravilloso y lo siniestro, entre lo real desviado y lo fabulado, adquiere una potencia hipnótica en las ficciones de González, como sucede en el cuento que da título al libro, con un principio tan magistral como perturbador: “Dicen que hay una hora en que las personas de este pueblo enloquecen. Van hasta la chimenea y ponen las manos directamente en el fuego, llaman a amigos que no han visto en años y lloran en el teléfono, entran en una escuela y disparan sobre niños y maestras hasta no dejar un solo corazón con venas o recuerdos o futuros promisorios”. Las inflexiones de algunas voces “infantiles” tienen la desfachatez poética de dar en el blanco. “Estoy segura que detrás de las tormentas hay un mundo. Solo que hasta ahora nadie pudo fotografiarlo”, dice la narradora del primer relato.

La escritora, doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburg y ganadora del Premio Tusquets de Novela en 2012 con Las poseídas, reconoce en la entrevista con PáginaI12 la imposibilidad de escapar de la familia como tema en cualquier género de la ficción. “No sé si la familia es la anomalía, aunque yo trabajo mucho con la anomalía. Hay un rescate de los hermanos en varios cuentos. Por un lado, está el cuestionamiento del amor en la familia y lo que uno puede esperar, que está en otros libros míos también. Pero el cuento te permite mirar más de cerca, como si estuvieras en un laboratorio de las relaciones humanas. Rescatar el vínculo filial de los hermanos fue algo diferente. La alianza entre los hermanos es una forma de supervivencia”.

–¿El vínculo entre los hermanos tiene más posibilidades porque es una relación horizontal, a diferencia de la relación con los padres, que es vertical y de “autoridad”?

–Sí, yo vengo de una familia muy numerosa, y el hermano es la posibilidad de un espejo. El padre y la madre no sé si llegan en la infancia a comprender la persona que sos; los hermanos pueden. No digo que todos los hermanos, pero creo que te podés ir construyendo en espejo con tus hermanos. 

–Es mucho más difícil el espejo con los padres, ¿no?

–Sí, me obsesiona la pregunta cuándo un niño es una persona para los padres. Muchos padres tienen una cosa sobreprotectora o todo lo contrario, pero en el niño hay un ser con deseos, con aspiraciones, con miedos… Los padres construyen ese vínculo negociando como pueden.

–A propósito de la pregunta sobre cuándo un niño es una persona para sus padres, en el cuento “En el corazón el bosque” unos padres abandonan a un niño en el bosque y al niño le da vergüenza que sus padres lo hayan abandonado. ¿Por qué impresiona mucho ese sentimiento tan intenso de vergüenza?

–Qué bueno que señalás esa frase porque cuando una escribe echa a rodar sentidos. El movimiento que hace ese cuento al final es que el niño está por encima de sus padres en cuanto a conocimiento y a saber. Esa vergüenza que se instala en el momento del abandono es una primera visión del niño de que él puede haber hecho algo mal, pero los padres hicieron algo peor, ¿no? El lugar de los padres como la moral, el lugar del adulto como la ley, que sabe y conduce al niño, está puesto en cuestión en mi libro, más allá inclusive de la familia, porque ahí el mal en el bosque es un adulto; no es el lobo. Lo perturbador en ese cuento es que el mal es azaroso, no hay ninguna razón para eso; todas las cuestiones del bien y del mal que le habían enseñado al niño no existen. La familia es donde tenés el primer acercamiento al bien y al mal en términos de “esto se castiga”, “esto se premia”, que es cuestionable y difícil. La familia es un laboratorio de sufrimientos en torno a esas leyes. La vergüenza es una primera señal de que no está tan clara esa división entre el bien y el mal.

–Hay dos cuentos que están relacionados porque giran en torno a una misma figura, que es Leila Ott en distintos momentos de su vida. ¿De dónde viene ese personaje?

–El primero que escribí es “La joven sin atributos”, la vecina que espía a la vecina y quiere ser como Leila Ott. Ese nombre es real y era el nombre de una vecina mía en Pittsburgh. Hay en todo el libro una cuestión con los nombres originales; eso es algo muy personal de alguien que se llama Betina González, de alguien que siempre se sintió afuera de la originalidad. Desde muy chica me di cuenta de que iba a ser difícil escribir; que la literatura era para otra clase social, entonces el hecho de tener un apellido común, venir del conurbano bonaerense y de una familia numerosa me marcó en el buen sentido. Mirar la literatura argentina desde afuera me benefició. “Yo voy a escribir desde afuera” es el gesto de muchos escritores. Cuando me fui a estudiar a Estados Unidos, ese gesto se exacerbó. Hay un juego que se juega en la literatura del que no me siento parte y eso me da cierta libertad. De ahí la reflexión sobre los nombres con mucha ironía. Esta vecina que se llamaba Leila Ott nunca la vi, solo vi un sobre con su nombre porque una amiga llegó a mi casa y me dijo: “mirá, este es un buen nombre, te podrías haber puesto este seudónimo”. Como Patti Smith… No me acuerdo quién le dio un consejo, pero le dijo que lo único que tenía que hacer un artista era trabajar en su obra y generar un buen nombre. “¡Pero qué nombre, si yo me llamo Patti Smith!”… Hay que burlarse un poco de esto de que tenés que “ser alguien”, tenés que ser “original” o tener ciertos apellidos para dedicarte a escribir. Si encima sos mujer, esa conciencia de la exclusión, del estar afuera, es más fuerte. El nombre de Leila Ott me quedó muy grabado y había en el edificio una vecina, que no era Leila Ott, que era muy extraña, muy grandota, que hablaba raro. Yo no sabía qué era lo que le pasaba, si estaba enferma. Ahí empezó la idea de alguien que espiaba a su vecina. Cuando terminé de escribir “La joven sin atributos”, me di cuenta de que quería escribir más sobre esa mujer espiada, pero que con esa perspectiva de la vecina no podía. Durante mucho tiempo me había obsesionado con el tema de los niños ferales. Está comprobado que muchos de esos casos son mentiras, son ficción, lo cual es todavía más interesante, ¿no? Europa creaba niños ferales para justificar en el imaginario la propia civilización; aquel que quedó excluido era el bárbaro y además muestra el valor agregado de la civilización, que está en muchas de las historias de los niños ferales europeos. ¿Dónde encontrás algo similar a un niño feral? En algo terrible que es un niño abusado. Los padres o los que estaban a cargo del niño lo abandonaron o lo maltrataron y ahí también aparece el reverso de la familia. No tener una familia que te inicia en el lenguaje, en los roles, en la socialización, en todo lo que ahora llamamos humano, te deja en un lugar intermedio entre lo humano y lo animal. Eso me parece escalofriante. Algunos de los casos que se mencionan en el cuento “La preciosa salvaje” son reales, como la nena que la cría el padre en un altillo, la tiene atada a una silla que tiene una pelela, nunca le habla… En la historia de Leila Ott no era interesante centrarme en lo del abuso de la madre, sino dejar siempre la pregunta: ¿la chica no quería aprender a hablar? ¿es culpa del abuso de la madre? ¿cómo la recibe la sociedad? ¿como alguien especial, alguien divino, porque está entre lo humano y lo animal? Ahí entraron a jugar sentidos más interesantes que la cuestión más documental de los niños ferales. Leila Ott fue una niña criada entre gatos y la incógnita es cómo es ese ser que queda entre lo humano y lo animal.

–¿Por qué en “Modos de matar a un niño” eligió la perspectiva narrativa de un joven que trabaja en una ambulancia y cuenta una historia donde los padres son victimarios y el niño muerto es la víctima?

–La perspectiva de la víctima nunca es interesante para narrar; siempre tenés que tener una perspectiva exterior, de ahí el narrador en tercera persona para lograr darle una ambigüedad al relato. En este cuento el niño no sobrevive a la familia ni a la sociedad. La idea es que la sociedad sabe que estas cosas pasan; hay carteles que te avisan…

–¿Entonces es verdadero uno de los carteles que se mencionan en el cuento: “Los bebés lloran. Los bebés gritan. ¡Es normal! Si usted nota que está perdiendo su paciencia, deje al niño en la cuna, salga de la casa, dé un paseo, pida ayuda”?

–Sí, estos carteles los vi en la frontera con Texas. No lo vi en otras ciudades de Estados Unidos, pero me aventuraría a decir que en otras debe existir. Para mí, como extranjera, era muy fuerte subirme al colectivo y ver ese cartel. ¿A quién le está hablando ese cartel? A los padres… El personaje del cuento va recordando su masculinidad, cómo lo trataron los adultos a él cuando era un niño, y aparece la cuestión social de la frontera entre México y Estados Unidos; la familia supeditada por la idea de vivir en el “sueño americano”, vivir donde están las oportunidades, cueste lo que cueste. El esfuerzo por estar del lado del “sueño americano” no conduce hacia la felicidad. 

–El personaje tiene una conjetura: “no puede asegurarlo, pero si tuviera que apostar, diría que el que lo sacudió hasta la muerte fue el padre, aunque no hay por qué descartar a la madre”.

–Tal vez al echar a rodar la cuestión de la masculinidad –se supone que la idea canónica del padre es la protección– de entrada el cuento la pone en cuestión. En la biografía del personaje aparece esta cuestión de que en las familias numerosas siempre hay alguien que ríe, no importa quién. Es muy fuerte el mundo del niño cuando choca con los adultos en términos de la moral.

–¿Eso de que en las familias numerosas siempre hay alguien que ríe es una afirmación de la ficción que se basa en una experiencia personal?

–Sí, ahí está Betina González. Yo insisto en que escribo para ser otra, pero nunca me sale del todo (risas). En mi caso somos seis hermanos y yo soy justo la del medio, la tercera; en una familia tan grande los hermanos funcionan como una especie de colchón o de muralla donde estás contenido. Pero también está la idea de que tu sufrimiento, tus tristezas, pueden pasar inadvertidas en una familia numerosa.

–¿Quién se ríe en su familia?

–Yo me río más de lo que parezco. Al final del libro, en los agradecimientos, menciono a mis dos hermanos varones, Luis y Carlos, que son gemelos, y son cinco años más chicos que yo. En el medio hay otra hermana. Con ellos siempre tuve una relación de una gran complicidad, mucho juego y mucha risa, mucho tomarse en joda todo, que ayudó a descomprimir las tristezas que tiene cualquier familia.  No sería escritora sin ellos por el rol de ser otros, de corrernos de la situación, un entrenamiento en la escritura que yo lo entrené previamente con ellos. 

–¿Qué es lo siniestro para Betina González?

–Es difícil de definir porque lo siniestro no es un punto de partida sino de llegada. Empiezo a escribir por otro lado y termina enrareciéndose; lo siniestro es un lugar de hallazgo. Lo que parece normal-cotidiano-común de repente saco la costra y cuando me pongo a trabajar con las fuerzas que están ahí aparece lo siniestro, lo amenazante, lo que te acecha, lo frágil que es la vida humana; sentir que estás vivo de milagro y que la vida se trata de sobrevivir a distintas catástrofes. En el cuento “Cae una estrella”, sobre la crisis del 2001, para mí el hallazgo en la escritura fue que el cuento tenía que terminar sin que se ella se levante; esto duró para siempre, porque se banaliza tanto los discursos sobre la crisis y después se habla de cuánto creció el PBI y las estadísticas… ¿Y los que no nos levantamos nunca? Porque hay un montón que igual seguimos caídos de muchas maneras. Trabajar fuera de cierto realismo logra una verdad de la experiencia, de lo subjetivo, que una crónica sobre la crisis no consigue.

–¿Qué le interesa de la idea del sobreviviente, que atraviesa a varios cuentos?

–La supervivencia es el lado luminoso del libro. Me gusta reflexionar sobre lo frágil que es la vida humana y cuántos momentos de sobrevivencia vivimos cotidianamente. Obviamente que el tema del sobreviviente está muy trabajado desde el testimonio con Primo Levi y la culpa del sobreviviente. Los cuentos no se refieren a holocaustos o grandes masacres; trabajan la idea de sobrevivencia en lo cotidiano. Una escribe porque lee y porque sobrevive a las pequeñas catástrofes (risas).