Ya conté que fui jurado en un caso de violencia de género. El golpeador fue condenado y al salir de la cárcel pidió recuperar su trabajo en un ente oficial. Eso generó muchos reclamos. ¿Qué correspondía? ¿Devolvérselo o aislarlo? Devolvérselo era casi un premio. No devolvérselo podía transformarlo en un paria y hacerlo más peligroso. O no le permitiría reintegrarse a la sociedad, si es lo que quería. Cualquiera hubiera sido el camino, para nosotros implicaba convivir con él.

Esto es casi anecdótico. En el mismo sentido convivimos con asesinos, que han pagado o no, represores que han pagado o no, y así hasta el infinito y más allá. No hay un mundo para los que son capaces de matar a un chico, como sucedió en Chaco, o con Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, y otro para los que son incapaces. Esos asesinos de inocentes no son zombies, no. No son monstruos de Hollywood, claro. No son animales que matan por hambre. No son aliens. Son seres humanos, gente que camina entre nosotros y comparte bares y colectivos. Lo que los diferencia es que ellos son depredadores de otros seres humanos. O que, por lo menos, ejercen banalmente el mal, diríamos parafraseando a Hannah Arendt.

De ellos no nos separa ningún muro. No habitamos esa distopía llamada Escape de New York donde los jodidos eran encerrados en una isla. En el mundo real los tenemos como vecinos, nos saludamos, a veces sabiendo, a veces ignorando. Eso no es lo excepcional, es la “normalidad”, que hoy parece más dolorosa porque sabemos demasiadas cosas, casi todo. Y no hay otro mundo, doña. O, como diría Paul Eluard, “hay otro mundo, pero está en este”, que es casi lo mismo. Un mundo bipolar o multipolar.

No hay remedio contra esos dolores. Pero, de no ser así, habría que pensar en un mundo eugenésico, cosa que algunos intentaron o tendrían ganas de intentar. La perfección es una ilusión. Es mejor aceptar que el enemigo, el horror debe caminar entre nosotros como en la selva el león retoza junto a las cebras que en algún momento va a cazar.

Entonces muere un chico acá, otro en Siria, y así. Total normalidad. ¿Se puede hacer algo al respecto? Se hace, y todos los días, pero es como el chiste del tipo que quiere envolver un globo. Lo cerrás de un lado y se escapa por el otro. El mundo perfecto es imposible: demasiados intereses, demasiadas pasiones. Es lo que hay, lo que obra, diría Unamuno.

No me olvido de los logros. Ayer una mujer era golpeada en público y no pasaba nada. Hoy es un delito grave. Antes la Iglesia te quemaba porque hablabas en sueños. Hoy podés putearlos a mansalva. La normalidad cambia, por fuerza de las leyes y de las necesidades, para construir al fin una “moral”, donde vivimos todos manoseaos, la Biblia y el calefón. Mientras, otras pasiones o intereses se agigantan y aparecen nuevas víctimas: exiliados, desplazados, expulsados del sistema. Es el globo que se escapó por un lado del paquete mientras uno se volvía loco para atarlo del otro. Ya sé, ya sé que está el poder, blablablá. Pero a veces es más sencillo que eso: gente que hace daño por odio, por migajas, por celos, por miedo, etc.

Usted debe estar pensando que esta nota es una claudicación. No. Es simplemente aceptar que toda tentación de pureza es teoría vacía. Mejor eso que pensar en ideas sofisticadas e improbables. Para esas promesas incumplibles están las iglesias y los gurúes. ¿Dónde está ese mundo perfecto? ¿En el fondo del mar?

Bueno, quizá no sea una claudicación pero sí reconocer una derrota temporaria. Una especie de cansancio. A veces parecería que uno firma un pacto al nacer, incluso antes. O que otros lo firman por nosotros. Como esos contratos pre-nupciales donde a una de las partes le queda poco margen para protestar. Bauman habla en Daños colaterales del matrimonio entre el “mercado de consumo” y la “moral”. Ahí tiene: en el medio nosotros, ellos y, por supuesto, los idiotas útiles, que ya desbordan las enciclopedias.

Quedan las revoluciones, si es que quedan. Pero eso es para gente paciente. O para los que construyen para el futuro. Los ansiosos deben conformarse con moverse en esos márgenes y tratar de cambiar algo para evitar el dolor de una persona, al menos. Eso sería admirable. Si fuera evitar el dolor de muchos, sería maravilloso.

A veces, apostar por un mundo perfecto significó apretar las singularidades para que entren en un esquema creado desde la teoría, o peor, desde el dogma. Es lo que las revoluciones socialistas no entendieron. No se puede aplanar las singularidades para hacer un mundo mejor. No se puede aislar a los malos en una isla. Y si le preguntás al fascismo, que no necesariamente ni siempre es practicada por fascistas, seguro que tiene soluciones: encerrar, matar. Ya sabemos que eso termina mal, peor el remedio que la enfermedad.

La normalidad, o esa moral que nos guía, tienen un encanto extra: dan ganas de romperla, de instalarse en el margen, de darle la espalda. Eso lo logran los necios, los genios, los delincuentes, los que eligen ser parias. A cada uno le tocará su cuota de premio o castigo. Mientras, caminan entre nosotros, a veces admirado, a veces odiados.

Las luchas sociales, por los derechos perdidos y por otros largamente merecidos, son intentos de hacer de esa normalidad el más amplio y mullido de los mundos. Es el mismo mundo donde conviviremos con gente capaz de matar a un pibe por un paquete de fideos o por el color de la piel. Ante la ausencia de soluciones mágicas, queda no ser la cebra, no ser el arma, no ser el que odia, no perdonar con facilidad, no ser ingenuo, no ser un idiota útil.

 

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