Después de posponerla durante más de cinco años, por razones que podrían ser tema de otro posteo, más reflexivo, ayer a la tarde me sometí a una cirugía bucal bastante exigente. Regresé a casa algo apaleado, con la prescripción de no retirar por un par de horas el sachet refrigerante de la superficie de la mejilla izquierda, ni hacer movimientos bruscos, ni siquiera agacharme. Me recosté en la cama, junto a Judith que estaba leyendo, la cabeza sostenida por dos almohadones. En eso llegó Emilia, que volvía de su clase de manejo. Como vio la caja de antibióticos sobre la cómoda y mi cara sometida al enfriamiento y todavía manchada de merthiolate, preguntó qué pasaba. Las explicaciones se las dio Judith, ya que también me habían prescrito hablar lo imprescindible y entre dientes. Alentada por la noticia, Emilia se sentó en el borde de la cama y, casi sin apartar la vista del celular, comentó, con su habitual laconismo adolescente, cómo había resultado la clase, la primera con lluvia y la última antes del examen práctico final. Algo dijo que me recordó algunos momentos graciosos del diálogo que habían mantenido, durante toda la intervención, mi dentista con el colega que oficiaba de ayudante y me dieron ganas de contarlos. No fueron más que tres y dejé el mejor para el final. En una de las tantas deliberaciones sobre si taladrar la mandíbula en una u otra dirección, el ayudante sugirió una maniobra que mi dentista primero rechazó, porque implicaba una transgresión del protocolo de higiene, pero luego practicó, porque estaba visto que era conveniente. El doctor T es extraordinariamente escrupuloso, un fundamentalista de los protocolos. El ayudante no se privó de subrayar el éxito transgresor de su sugerencia. En voz alta, para que también escuchase la enfermera que esperaba en el cuarto de al lado, celebró: “Hoy es un día histórico, lo hice salir a Luis del protocolo. Ahora lo único que me falta es hacerlo salir del closet”. Además de escrupuloso y protocolar, Luis, el doctor T, es pudoroso.

Visto que las ilusiones de conocerme en modo silencioso habían resultado defraudadas, Emilia se precipitó en la huida. Desde la puerta aconsejó: “¿Por qué no le hacés caso a tu dentista y dejás de hablar? No sea cosa que tengas una recaída...” No alcanzó a ver la elocuencia silenciosa del dedo medio de mi mano derecha apuntando, solitario, hacia el techo.

Un rato después, en la cena (ellas: milanesas con papas fritas; yo: gelatina y yogurt), como Netflix no se conectaba y el tema de conversación había quedado vacante, no pude resistir la tentación de comentar algunos otros aspectos entretenidos de mi aventura odontológica. La reacción esta vez fue completamente extemporánea: Emilia manoteó cuatro o cinco papa fritas y abandonó la mesa encolerizada: “Este no va a dejar de hablar ni cuando esté en la tumba”.