Hace semanas o meses, perdí la cuenta, que la línea E de subte se encuentra “con demoras”. 

En tiempo de apps, el subte sigue siendo uno de los medios de transporte más usados por precio y rapidez, aunque este relato lo pondrá en cuestión. 

El martes pasado, pasos antes de entrar a la estación Medalla Milagrosa pisé caca de perro. ¡Día de suerte!, pensé. Pero lo que vino fue mucho peor que el olor que me acompañaría todo el día. Me esperaba la letra E titilante en la entrada del túnel de la estación y ya adentro el cartel, viejo conocido, en la ventanilla: “Línea E con demoras”. Lo tomé igual porque, sigo/seguía pensando que aunque con demoras iba a llegar más rápido. En el andén, después de unos largos minutos apareció el tren, casi lleno. Se terminó de llenar en esa estación, aunque ya sabemos que “lleno” en un vagón puede tener muchas acepciones y siempre hay alguien dispuesto a hacer que entre otro más.

En la estación siguiente el primer problema. Una chica tomó carrera desde el andén, empujó al grupo condenado a viajar en ese limbo entre las dos puertas, levantó una mano hacia el techo y se trabó haciendo palanca contra la puerta. “Estoy entrenada en el Sarmiento, tengo que subir”, dijo esta atleta urbana ante la queja de los demás: “pará”, “no entramos más”, “está lleno”, “me estás lastimando”. “Tengo que llegar a mi laburo o me echan, como a todos, acá estamos todos en la misma”, dijo ella, que no paró de hablar en todo el trayecto, analizando estrategias de supervivencia.

La puerta estaba colapsada y se podía sentir el forcejeo del mundo encerrado en ese vagón por aguantar otros largos minutos hasta que pudiera cerrarse. A mi izquierda, una chica dijo que se sentía mal. “¿Querés bajarte?”, preguntó una señora. No quiso, la chica decidió aguantar y hubo un señor, más allá, atrás de decenas de brazos, cabezas, carteras y alientos desconocidos demasiado cercanos, que le cedió un asiento. Estuve a punto de dejarme llevar por el pánico ante el encierro entre traseros y espaldas calientes apoyándome, pero me sobrepuse. A mi derecha la puja seguía y el tren sin salir. La adolescente que había quedado aplastada contra la pared del vagón decidió bajarse. Lo mismo hizo un señor, entonces aprovecharon a subir cuatro más. Los comentarios siguieron: “baja uno, suben cinco”; “tenemos que respetarnos, no entramos”.

Mientras eso pasaba, en un esfuerzo de equilibrio pero sobre todo sostenida por la marea humana, tuitee a Metrovías, que nunca me responde, hasta cuándo iba a estar esta línea con demoras: “Hasta cuándo???? Son un desastre!!!”. Como si el exceso de signos de admiración tuviera la capacidad de lograr lo que el desinterés empresarial no hace.

Por fin arrancó el tren y respiramos hasta la próxima estación, donde la escena volvió a repetirse. Allí, otra chica subió diciendo “es el tercer tren que dejo pasar, no puedo esperar más”. 

–Bueno, pero no hay lugar –le apuntó la señora de saquito blanco, que acababa de subir en la estación anterior–. No entienden cuando no hay lugar –agregó en tercera persona, para decirle a la que estaba a un centímetro de su cara lo que no se animaba de otra forma.

–Pero tengo que llegar a mi trabajo –contestó la chica pidiendo disculpas y sin dejar de empujar.

–Los que están arriba, no se solidarizan con los que intentan subir –apuntó nuestra atleta urbana–. Yo levanto los brazos porque mis hombros son anchos, así entra alguien más.

–Bueno, pero cuántos más pueden entrar –le contestó la de blanco.

–No podemos hacer contorsionismo –dijo otra mujer.

Me acordé entonces de lo que me había dicho hacía unos días el sociólogo experto en transporte Dhan Zunino Singh: hay “algo que cruza varias generaciones; la solución es privada, la crisis de un sector como el público me lo resuelvo individualmente”.

Llegando a la estación Urquiza, la atleta anunció que se bajaba. Tenía que llegar al otro lado del vagón. Subió su mochila al techo y alegó sobre su destreza corporal adquirida con años de manejo teatral. Cuando por fin bajó, otra tanda de comentarios: “lo que me falta, subir al tren para venir a escuchar a ésta que encima no se calla”; “yo me puse los auriculares al tope para no matarla”; “cree que es un partido de rugby”.

Un hombre dijo:

–Ahora lo único que falta es que nos estén esperando los gremios pidiéndonos disculpas.

–¿Qué tienen que ver los gremios? –le retrucó una mujer–. Es la empresa el problema. Viajar así, y encima nos aumentan.

Una hora después había llegado al Centro, la transpiración me pegaba la blusa a la espalda. Me sentía cansada y agobiada a las diez de la mañana. Bajé del tren y miré atrás, a la marea humana caminado por el andén, en un murmullo suave, chequeando la hora y apurando el paso, acomodándose los auriculares, aceptando el destino inapelable al que nos tienen acostumbrades. 

Me prometí que no tomaría más esa línea (juramento que rompería horas después). En medio de mi trajinado viaje en subte en tiempos de app, me había olvidado de la caca de perro. ¡Suerte!