Tengo más de sesenta años. Nací pocas semanas antes de que los aviones de la marina argentina mataran a más de trescientas personas en la Plaza de Mayo. Viví la mitad de mi vida bajo gobiernos militares o surgidos de comicios ilegales. Durante mi adolescencia fui blanco móvil de los milicos igual que el resto de mis pares y compañeres. Soporté autoritarismo, amenazas y violencias en la escuela donde hablar fue siempre peligroso y pensar era poco menos que un delito. Mi tránsito en la universidad fue testigo de los amigos que el terrorismo de estado se llevó para siempre.  Resulta que ahora, luego de treinta y cinco años, la vecindad de un régimen dictatorial o similar inclina su sombra sobre mi país. Nunca pensé que esto volviera a suceder. No me resigno a ser un consumidor en un campo de concentración de consumidores. Como tantos y tantos otros: tengo memoria, ésa que no te deja ser indiferente cuando pretenden avasallar el estado de derecho. Como el día que quisieron meter presa a Hebe y en pocos minutos éramos miles y miles para defenderla. Como cuando tres jueces miserables quisieron dejar libres a los genocidas. Como cuando, en cada 24 de marzo, decimos que no olvidamos ni perdonamos. Por eso, voy a denunciar cada palabra, argumento o discurso que justifique, bajo cualquier pretexto, todo atropello contra la democracia y los derechos humanos. Están los medios, es cierto, pero el odio de la barbarie se cuece en la micropolítica de lo familiar, el grupo de trabajo o de estudio, la pareja, los amigos, el barrio, el WhatsAp y las redes. No se trata de confrontar en lo personal, sino de transmitir firmeza en lo que no se está dispuesto a retroceder. Sé que no soy bueno, pero tampoco soy tan malo (como canta Charly), de manera que basta que muchos nos juntemos para que, sin necesitar héroes, este país pueda preservar la convivencia, la libertad y el respeto por la vida. La batalla está en el discurso. A la consigna que reunió a los dueños de la Argentina (“Soy yo y es ahora”) hay que contestarle con la fuerza de las convicciones compartidas. Porque el “yo” es la tonta ilusión de la que se sirven los perversos, y no hay ningún “ahora” sin el horizonte que dibujan nuestros hijos. No quiero que los chicos y chicas de este país vuelvan a vivir ni un solo día de los que tuve que padecer cuando temblabas si un auto se detenía a tu lado. Es ahora, somos nosotrxs y son nuestros chicxs.  

* Psicoanalista.