Lo más parecido a un orgasmo es hacer un gol. Eso lo comprobó el pelado Artemio Vasconcelos cuando la pelota le quedó servida y le dio de empeine. El balón se abrió paso por sobre las cabezas y terminó en el fondo de la red. Eran las antiguas canchas de Fútbol Cinco en Berutti y Bulnes, donde ahora están los cines pero en los años 90 había decenas de equipos jugando en el verde césped artificial. Artemio era un defensor aplicado, tenaz, de brincos rápidos pero sin proyección para el ataque y su desquite en el juego era el temple, la solidaridad con los de su equipo, correr al contrario por toda la cancha y ampliar los espacios para desmarcarse y pasársela al volante, al delantero pero nunca al rival. Por eso sintió el orgasmo. Al principio cuando vio entrar la pelota en el arco contrario no se saludó con nadie, no le dio un abrazo a ningún compañero y sólo atinó a dar vueltas por la cancha. Pero la verdadera estrella de aquellos partidos de los lunes por la noche era Pali un rubio intratable, algo inusual dentro de un campo de juego amateur, con él se aplicaba ese dicho popular que dice que todos jugaban al fútbol pero él hacía otra cosa. A Pali no se la sacaba nadie, pero nadie es nadie. Ni un diestro ni un zurdo podían con él, porque él era tan zurdo como diestro como el que más y cuando amagaba Pali el defensor ya estaba por el suelo y de espaldas mirando el infinito pero ya lejos del cuerpo del rubio fugado hacia otro lugar de la cancha. En su tranco parecía una estrella en el medio de un mar sin agua, sin río, sin fuerzas ni piernas para pararlo. También es verdad que por momentos desaparecía del partido pero cuando entraba en combustión ¡agarrate Catalina! Ahí es cuando Artemio escuchó el piropo más hermoso en una cancha de fútbol. Al hermano de Pali le decían Lanchi y siempre jugaban en el mismo equipo y cuando el rubio encaró hacia el área rival le dijo: “¡Barré Muñeco!” y Pali no dejó títere con cabeza. Artemio sabía que debía marcarlo pero era inútil, tan sólo para que sintiera por un instante su presencia. Pero jamás pudo sacarle la pelota, a lo sumo un patadón de extenuado nomás. Lo seguía por todos lados, cada rincón de la cancha, pero el rubio se le escurría una y otra vez. A veces hacía un gol, a veces se la dejaba servida a un delantero, pero había algo en él que llamaba más la atención: Pali no levantaba la vista, jugaba como un poseído, como si en el minuto cero estudiase a fondo los metros, ángulos, rincones y rivales y tuviese una ruta de vuelo. Porque era eso, un avión terrestre, un sacado de habilidad y pocas palabras. No fanfarroneaba, no metía caños, no te hacía sentir menos y lo que es peor ¡no transpiraba! Sólo unas gotas en la frente que le mojaban el pelo y que lo asemejaban a James Dean en su época de esplendor. Todos sabían que era de un cuadro grande y nunca una cargada, una canchereada, nunca un gesto de más. Artemio estaba chocho el día que lo miró y tocándole el hombro le dijo: “Bien Bocha”. Lo sintió como un acto de hermandad que sólo fluye después de un partido de futbol, tras el cual todos se reunían para tomar la bebida que hizo famosa el narigón Bilardo y pocos apuraban una cervecita. 

En Pali pensó Artemio ahora que se lo encontró a Lanchi por Congreso y le contó que Pali eligió un balcón muy alto y pegó un salto que no debía y nos dejó más vacíos. En Pali pensó Artemio y se acordó de Abelardo Castillo cuando dijo que hay cosas que nunca deberían escribirse. Y pensó en Bichi, Amílcar, Marcelo y Néstor, la barra de Villa Pueyrredón que cortaba la calle Obispo San Alberto, entre Argerich y Terrada, y ponía dos pulóveres o dos piedras sobre la calle donde ni los colectivos pasaban a principios de los años ‘70. Decían a coro: ¡Auto!, cuando se daba la rareza de que apareciera alguno. Eran épocas donde había laburo en el aserradero y los carnavales eran a baldazos y bombitas de agua, y la tierra aún no temblaba por el fútbol como excusa para tapar los gritos, la tortura y el silencio.