Algunas semanas atrás, como había sucedido otras veces, lo apremió la necesidad de un nuevo cuento. Al principio la historia había salido sin esfuerzo, como si brotara a borbotones. El nombre, por ejemplo, se le había ocurrido desde el inicio: el relato se iba a llamar El hombre dentro del hombre. Cuando salía de la oficina pasaba por la vinería de la esquina a comprar un pack de latas de cerveza y una vez que llegaba a su departamento se sentaba a escribir en el estudio. Apagaba todas las luces, abría la notebook, y continuaba varias horas con el cuento. Había adquirido esa costumbre. Escribía hasta la hora de irse a dormir. Después de una semana la idea inicial había empezado a tomar forma: se trataba de la infancia solitaria y triste de un niño de pueblo, y si bien tenía algunos detalles autobiográficos, había también muchas cosas inventadas que se le iban ocurriendo en el momento. Emilio nunca sabía cómo iba a continuar.

Estaba llegando a la treintena de páginas cuando sintió que no podía avanzar. Se había detenido en una noche de invierno en que el niño iba a visitar su abuela y ésta se acercaba y le decía al oído que había una sorpresa para él en la habitación de al lado. El niño entonces escuchaba unos ruidos extraños y veía a su abuela sonreír con una expresión que no le había visto nunca.

A partir de ese momento la mente de Emilio se había bloqueado. No podía imaginar lo que el niño encontraba al otro lado de la habitación. Se sentaba frente a la computadora, leía lo que había escrito, y luego se quedaba inmóvil, sin poder apretar una tecla. Obligándose a sí mismo, casi con violencia, los días posteriores había logrado escribir algunas resoluciones posibles, pero ninguna de estas cosas le parecía que iba a tono con el cuento: se sentía inauténtico, falso, como si se estuviera mintiendo a sí mismo. Lo acosaba la sensación de que en el fondo sabía lo que iba a suceder: era como si lo tuviera en la punta de la lengua y no lo pudiera decir. A veces se iba a dormir con una frustración que lo aplastaba.

De todas formas, no se preocupó demasiado. Suponía que a todo el que se tome la escritura en serio le sucedía lo mismo. La gente común, pensaba él, no lo entendía. En el trabajo, por ejemplo, se le reían cuando llegaba ojeroso o algo desprolijo porque se había quedado escribiendo. A veces, cuando se comentaba algún un chisme jugoso, alguno de los de ahí terminaba diciendo “A ver si te animás a escribir esto Emilio… uno que se diga escritor tiene que contar este tipo de historias…” Cosas por el estilo. En los últimos días, Eduardo, su compañero de oficina, le había dicho se estaba volviendo un croto de tanto hacerse el intelectual. La frase había provocado la carcajada de todos. Se estaban ensañando con él. 

Pero también Jimena, la chica con la que estaba saliendo- habría sido demasiado llamarle novia-, le había dicho que lo notaba un poco descuidado. En el último encuentro se había puesto a llorar y le había preguntado qué era lo que le estaba pasando. Para él era algo lógico: le solía suceder que después de un tiempo todas las mujeres con las que salía empezaban a reclamarle cosas y entonces allí la relación llegaba a su fin. Jimena lo dejó esa misma noche.

Emilio decidió tomarse unos días en el trabajo. Hacía tiempo que tenía vacaciones acumuladas y podía pedirse días en cualquier momento. Iba a dar por finalizado el cuento y después se iba a ir de viaje. Eso era lo que había pensado. Era un plan perfecto. Hacía unos años había visto un documental sobre Proust-su escritor favorito en aquella época- y en el documental contaban que éste se había encerrado en un departamento forrado de corcho para escribir. Salvando las diferencias, pensó que tal vez él también necesitaba encerrarse.

Arregló las cosas en su trabajo y dijo a los amigos y a su familia que iba a estar ausente un par de días. Podía pedir comida por teléfono y pagar los impuestos por internet, así que no iba a haber problemas. 

Pero aquello no había resultado como esperaba. Con mucha seriedad y concentración se había sentado a escribir en su primera tarde libre, y a partir de allí había esbozado múltiples resoluciones de la escena: el niño entraba a la habitación y ya no volvía a salir. El niño entraba a la habitación y se encontraba con un niño idéntico a sí. El niño entraba a la habitación y no había nada, pero cuando salía su abuela tenía otra voz y sus ojos se movían como los ojos de un muñeco. El niño entraba a la habitación y se encontraba con juguetes, video juegos, una versión soñada de su propia vida. El niño entraba a la habitación y encontraba a su perro de la infancia.

Ninguna de esas cosas lo satisfacía: inmediatamente borraba lo que había escrito. Le parecía que esos finales eran lugares comunes extraídos de lecturas o de películas que había visto y que en algún lugar de su ser sabía que lo que iba a ocurrirle al niño era mucho más profundo que todo aquello y que estaba ya cerca, pero todavía seguía dando vueltas, como si anduviera caminando por un laberinto y sintiera que estaba a punto de llegar a su centro. Cuando se cansaba de estar en la computadora porque le dolían los ojos o el cuello se iba la cama y se quedaba mirando series.

 Su casa se estaba llenado de basura: se acumulaban platos para lavar; las latas de cerveza vacías y las cajas de piza y de empanadas estaban achicando la cocina. Había diarios, revistas, cascaras de naranjas, restos de comidas tirados por todo el suelo. La ropa se amontonaba en una silla del comedor. A Emilio le comenzaba a incomodar andar por esa parte de la casa. A veces, sin embargo, cuando estaba de buen humor, se fascinaba con la imagen que iba tomando su departamento: era como si hubiera crecido un bosque adentro, como él tuviera que andar como un aventurero apartando cosas y esquivando basura para ir hasta la puerta o volver hasta su pieza. Cuando pensaba en eso se sonreía para sí mismo: nunca había visto algo así. Alguna vez escribiría sobre ello. Pero ahora no era el momento. Y ya habría tiempo para limpiar más adelante. Lo cierto es que no andaba mucho por allí: generalmente se quedaba en su habitación, dónde todavía había algo de orden como para trabajar en el texto. Se había armado un pequeño refugio ahí.

Aunque la palabra trabajar sería demasiado imprecisa para describir lo que Emilio estaba haciendo en esos momentos: últimamente ponía la computadora frente a sí y se quedaba inmóvil mirando la pantalla. No escribía: solamente pensaba. Como tenía la persiana y la puerta cerrada nunca sabía cuántas horas le dedicaba al cuento, ni si era de día o si era de noche. Se quedaba tan quieto que si alguien hubiera entrado de golpe en su cuarto y lo hubiera visto de esa forma-desnudo, sucio, con el rostro huesudo iluminado por la pantalla y la boca cerrada en un gesto rígido-, seguramente se habría creído frente a un maniquí roído y no un hombre de verdad . A veces el dolor de ojos, una picazón en el cuerpo o las ganas de ir al baño lo hacían volver en sí. Entonces se sacaba la computadora de encima, iba al baño a oscuras o prendía la televisión. Otras veces se dormía. Pero era poco lo que dormía, y le faltaba voluntad para concentrarse en lo que sucedía en la televisión: había optado por no usar energías de más y dedicarle todo lo que tenía a su escritura.

Así, a oscuras y sin el horario del trabajo y de las comidas- porque con los días había perdido la costumbre de comer-, la sensación del tiempo se había difuminado. No tenía idea de cuántos días habían pasado desde que se había encerrado en su departamento. A veces le parecía que sólo lo distanciaban unas horas de aquella determinación, pero a veces sentía que hacía años que estaba recostado en la cama, como si hubiera nacido y crecido aislado en esa oscuridad. Pero no quería levantarse antes de terminar. Había que aguantar. Después limpiaría, comería bien, iría de viaje. Tal vez, pensaba, volvería a llamar a Jimena.

 Ahora no. No podía desconcentrarse porque sentía que estaba cerca. Su cerebro trabajaba como nunca lo había hecho en su vida y su imaginación- tal vez por la oscuridad, tal vez por dejar las demás preocupaciones de lado- era ahora nítida, como si le presentara imágenes en una pantalla de televisión gigante. La sonrisa de la abuela, por ejemplo, había cobrado una realidad y una cercanía que lo sorprendía. La veía en todos sus detalles: las comisuras de los labios, los dientes amarillos, los ojos brillantes. Veía las arrugas y las líneas de su saco azul moviéndose lentamente a medida que ella se mecía en su silla. Veía que desde adentro de ese gigante y desvaído saco azul la abuela sacaba una mano huesuda y surcada de venas, una mano temblorosa y débil que se abría de a poco, con dificultad, dedo por dedo, y que le dejaba ver dentro de ella el reflejo brillante de lo que parecía una llave. De lo que era sin lugar a dudas una llave dorada.

Emilio se dio cuenta que la abuela se la estaba entregando. Sentado en la cama, incrédulo, vaciló unos segundos antes de moverse: cerró los ojos y los volvió a abrir: la mujer seguía ahí, con la llave en la mano. Entonces se levantó y se acercó hasta ella. Llevaba tanto tiempo sin caminar que le costó moverse. Se dio cuenta de que estaba desnudo y maloliente, y sintió de pronto una oleada de vergüenza, pero aún así se caminó con solemnidad, como si fuera el centro de una ceremonia importante. Tomó llave y estuvo por darle un beso en la mejilla, pero al final optó por darle las gracias a media voz. La abuela, sin embargo, no lo miró: sus ojos verdes y vívidos se dirigían hacia un punto detrás de él. Emilio se dio vuelta: frente a sí, detrás de su cama, estaba la puerta. Era una puerta vieja, una puerta de madera muy antigua. Le pareció incómoda: demasiado alta y demasiado angosta, tal vez. Debía haber estado ahí desde siempre, pensó. Se reprochó el hecho de no haberle prestado atención. Corrió la cama y se acercó. Colocó y dio vuelta lentamente la llave. La puerta se sin dificultad, sin que él siquiera agarre el picaporte. La luz que brotó de adentro fue tan blanca y resplandeciente que Emilio momentáneamente quedó ciego. Cuando la claridad se disipó y por fin vio lo que había allí no pudo dar crédito a sus ojos. El corazón le palpitó a toda velocidad. Se adentró sin dudarlo, de un salto, como si se arrojara a una pileta. La puerta se cerró tras él y luego, instantáneamente, desapareció. En su lugar quedó una pared color crema repleta de grietas y de humedad, una pared iluminada apenas por la pantalla de la notebook que seguía prendida sobre la cama deshecha.