Hace milenios, los primeros hombres en llegar a la Patagonia lo hicieron caminando desde el norte del continente: eran los descendientes de quienes cruzaron el estrecho de Bering congelado. Los segundos en vislumbrarla lo hicieron navegando con Hernando de Magallanes como vanguardia. Es decir que la vasta región austral fue redescubierta a vela y hasta el día de hoy surcar sus aguas tiene algo de aquella experiencia primigenia, de cuando los navegantes aún temían caerse en los abismos del universo en un planeta plano. Hoy las opciones para navegar la Patagonia sin la fuerza de los brazos son pequeños o medianos cruceros, de esos sin discoteca ni piscina sino biblioteca geográfica, gomones rápidos con motor fuera de borda y silenciosos veleros. 

A la colonia de pingüinos de penacho amarillo se llega en lancha, desde Puerto Deseado.

EL PINGÜINO ROCKERO El wind-gurú presagia un día venturoso desde Internet y la excursión se confirma: navegaremos en gomón semirrígido 25 kilómetros mar adentro desde la ciudad santacruceña de Puerto Deseado, para visitar la Isla Pingüino. Nuestros anfitriones no serán esos “señores de frac” tan comunes que Magallanes definió como “extraños gansos”, sino de la única colonia del pingüino penacho amarillo fuera de las áreas subantárticas. 

Partimos en la mañana a toda velocidad hacia el mar abierto y recién a la media hora divisamos una isla con un faro centenario abandonado. No hay muelle así que atracamos junto a unas rocas, no sin cierto trabajo por parte de la tripulación. Nuestros primeros pasos por esta pequeña isla superpoblada de fauna es a través de una colonia de pingüinos de Magallanes dividida en niditos para tres: pingüino, pingüina y pichón recién nacido. Pero nuestro interés principal es la rareza que habita del otro lado de la isla.  

A los 20 minutos llegamos al “barrio” de los “penacho amarillo”, esos pingüinos con “peinado rockero”, ojos rojos y pico naranja. Caminamos por el vecindario y los miramos cara a cara a un metro y medio de distancia. Son confiados y muy pequeños: 40 centímetros de altura. Pero mejor no intentar tocarlos.

Completamos la circunvalación de la isla y aparecen miles de aves: gaviotas cocineras y grises, ostreros, patos vapor y una colonia de skúas que se arrojan en picada sobre nosotros. Al que va delante de mío le tiran la gorra al suelo: algunos ríen y a otros se nos hiela la sangre al ver venir en picada a un pajarraco gris de 1,4 metro con las alas extendidas y el pico abierto. 

En el occidente de la isla caminamos ocultos entre unas rocas para observar las delicias de la vida conyugal en los harenes de un apostadero de monstruosos elefantes marinos. Pero alguien da un paso de más y nos descubren: medio centenar de esas bolas de grasa pura de hasta 4000 kilos emprenden una carrera desenfrenada por el pedregullo hacia el mar, reptando como gusanos descomunales en un estrépito de manada de elefantes, pero de esos cuadrúpedos del África. 

En la navegación de regreso nos despide el salto curvo y jubiloso de un quinteto de toninas que nos corren carreras justo delante de la proa, tan cerca y a una velocidad tan bien calculada, que si estirara el brazo al máximo las podría tocar.   

EL MITO FINAL Desde hace casi cinco siglos uno de los desafío más temerarios de todo hombre de mar es cruzar el Cabo de Hornos, esa esquina del mundo que ya es parte de la mitología de los navegantes, y se ha tragado más de 800 barcos y millares de marineros.

En busca del mito me embarco en el crucero Stella Australis desde Ushuaia a Punta Arenas, en un tiempo en que la navegación –incluso en el Cabo de Hornos– es más predecible y segura que el automovilismo. La noche previa al desembarco la nave se mueve arriba y abajo, a derecha e izquierda, formando una cruz imaginaria con regularidad de metrónomo: “cabecea” y “rola” en jerga marinera. Pero es sabido: aquí se baten a duelo dos océanos y se suele notar.  El soplar insomne de Eolo me hace recordar que hace una década, haciendo este mismo viaje, el clima dijo “no”; debimos seguir de largo y por el ojo de buey del camarote vi sin consuelo esos tétricos acantilados entre la niebla, fustigados por la impiedad de las olas.

A las 5 de la mañana el capitán anuncia por los parlantes que Eolo está ausente y un mar asombrosamente calmo rodea el mítico promontorio rocoso: me asomo y lo veo emerger en el océano bajo un cielo sin nubes, tapizado por una pálida capa de verde sin un árbol. 

A bordo de un gomón Zodiac rompemos el espejo de aguas avanzando con la suavidad de un cisne. Poner un pie en el confín austral más remoto de América -la última ínsula del mapa- implica haber atravesado uno de los mares más temidos en la historia de la navegación, donde las olas alcanzan 30 metros de altura. Sin embargo hoy se respira un aura de paz y serenidad absolutas.

Subimos el acantilado por una escalinata. Al llegar a la cima algo no del todo definido en el ambiente ilustra esa idea de estar parados en el límite imaginario de nuestro mundo: el punto después del cual ya no quedaría nada, salvo el azote de los vendavales, el frío y la inmensidad oceánica. Es la quintaesencia de la desolación patagónica, el lugar geográfico de la vieja idea de un Finisterrae habitado por sirenas, monstruosas aves y calamares gigantes que hundían buques. Y sin embargo, 954 kilómetros en línea recta hacia el sur por el pasaje de Drake se descubrió una especie de fin después del fin: la Antártida, acaso el verdadero “fin del mundo”.

Pasamos junto a un faro de la Armada chilena hasta un entablonado que cruza la pequeña isla hacia el pie del monumento de acero de siete metros de altura dedicado a los navegantes y los muertos del Cabo de Hornos. Fue restaurado en 2015 porque lo había tumbado el viento. Su forma que simboliza un albatros está preparada (o se suponía) para aguantar vientos de 180 kilómetros por hora.

Al regresar a bordo el Capitán está exultante: “El clima de hoy, sin un soplo de brisa, es insólito; consideren que fue una ilusión óptica. Hace tiempo vinieron dos holandeses fanáticos de la navegación; tomaron nuestro crucero en Punta Arenas y luego el que regresa desde Ushuaia por la misma ruta, algo que no hace casi nadie por el costo. El objetivo era pisar el cabo descubierto en 1616 por Willem Schouten y Jacob Le Maire. Tanto a la ida como a la vuelta, el capricho del viento les impidió desembarcar”.

En el Cabo de Hornos un monumento de acero homenajea a los navegantes y muertos del lugar.

VELERO LACUSTRE El velero de regata zarpa sobre las aguas del lago Nahuel Huapi dejando atrás el muelle de Bahía Manzano en la ciudad neuquina de Villa La Angostura. Y lo primero que hace el capitán es entregarme el palo del timón, algo que no tiene mucha ciencia. Lo complejo en la navegación a vela es descubrir los vericuetos invisibles del viento. 

Unas repentinas ráfagas nos inclinan a estribor y el capitán me explica que en este tipo de navegación, velocidad implica inclinación. Por la forma de la embarcación y su pesada quilla, es casi imposible darnos vuelta en un lago. Lo fascinante de un velero son la falta de vibración y el silencio absoluto: oigo el sonido refrescante de una cascada entre los árboles, el toc toc de un pájaro carpintero y el trino de otras aves. La quilla rasga la superficie inmóvil del lago produciendo un suave rumor acuático. Nos acercamos a la costa de una isla y las aguas poco profundas se vuelven turquesa caribeño con transparencia perfecta; veo pasar truchas como flechas.

Le entrego su timón al capitán y me siento en la proa como a caballo, con las piernas colgando y los pies rozando el agua. 

A un kilómetro diviso nuestro destino: la península de Quetrihué con su bosque de arrayanes.

LOS ANDES POR AGUA Nuestro plan es cruzar los Andes como San Martín pero por agua, encadenando lagos desde Bariloche. Un viajero famoso, el Che, hizo este cruce con Alberto Granado en 1952.

Zarpamos en un catamarán desde Puerto Pañuelo junto al hotel Llao Llao, rumbo a Puerto Blest. Esta excursión se puede completar en el día hasta Puerto Varas, pero nosotros decidimos pasar una noche en la hostería de Puerto Blest para hacer una caminata a la cascada de los Cántaros y su alerce de 1500 años, en plena selva valdiviana.

El tramo siguiente es con un bus de la empresa de los barcos que recorre tres kilómetros hasta Puerto Alegre, donde tomamos otro catamarán para cruzar el lago Frías en 20 minutos. El denso bosque nace en la orilla y trepa las montañas casi hasta la cima. Al fondo vemos la cumbre del cerro Tronador con sus glaciares a casi 3500 metros de altura.

Subimos a otro bus y tras una curva el chofer observa algo raro: a 15 metros de la ruta una decena de cóndores en tierra se hace un festín de animal muerto. Nos descubren y comienzan a carretear para remontar vuelo y perderse en las alturas, girando en círculos casi sin aletear.

Hacemos migraciones para cruzar a la zona chilena de Peulla donde optamos por quedarnos una noche en un hotel en pleno bosque. El plan es hacer un paseo en kayak y otro en jet-boat, una lancha para aguas poco profundas que atraviesa los ríos a toda velocidad y se detiene en lugares de virginidad absoluta.

Un minibús nos conduce hasta orillas del lago de Todos los Santos para navegar sobre unas aguas verdes tan transparentes que la nave parece levitar a dos metros del fondo.  Llegamos al final de la navegación en el puerto de Petrohué, observando durante todo el trayecto el blanco cono perfecto de volcán Osorno. Por último otro bus perfectamente coordinado rueda hasta la ciudad de Puerto Varas completando un trayecto total de 120 kilómetros, a través de un paso tallado por la potencia arrasadora de un glaciar, la única capaz de abrir un surco en la cordillera de los Andes.

En el Nahuel Huapi, desde el muelle de Bahía Manzano, a bordo de un velero de regata.

CRUCERO POR LOS GLACIARES Un crucero entre los témpanos del Parque Nacional Los Glaciares es quizás la mejor navegación posible en la Patagonia, por la imponencia de sus radiantes paisajes pero también por la cercanía y profundidad con que se los recorre. 

Embarcamos a las seis de la tarde en un pequeño puerto a 47 kilómetros de El Calafate, En el camarote descubrimos una “pantalla plana” de altísima definición: un ventanal de dos metros de ancho junto a la cama por donde el paisaje comienza a fluir.   

Navegamos bajo un rojo atardecer mientras los hielos parecen chisporrotear y el capitán arroja el ancla en la reparada bahía para pasar la noche. Luego del desayuno desembarcamos para caminar por la densidad del bosque andino-patagónico hasta un mirador con vista al glaciar Spegazzini y otros que confluyen en él, bajando desde las alturas.

De regreso a bordo almorzamos mientras del otro lado de los ventanales desfilan los glaciares de altura del brazo norte del lago Argentino. A medida que nos acercamos al frente del glaciar Upsala, los témpanos se multiplican. Los hay de forma tabular como en la Antártida y está el que parece una ballena. 

A lo lejos aparece el Upsala, esa gran muralla blanca agrietada de cuatro kilómetros de ancho. Subimos a la terraza sacudidos por la imponencia azul del paisaje. Por la tarde nos internamos en el brazo Mayo del lago rumbo a la bahía Toro y desembarcamos para caminar hasta la desembocadura de un arroyo al pie de una gran cascada. 

Al tercer día llega el momento cumbre del viaje: un almuerzo frente a la cara norte del Perito Moreno, que hoy parece brillar con luz propia. El chef en persona sirve la entrada: tartar acompañado de emulsión de palta con velo de hinojo, mousse de salmón, helado de palta y melón. Con el plato principal se gana un aplauso: chivito de Malargüe con cremoso de zanahoria y tomillo, ensalada de brotes de la huerta y chimichurri. De postre hay una deconstrucción del flan argentino en una copita con arroz a las dos leches y espuma de dulce de leche. La golosina final la saboreamos en la terraza frente al glaciar: sorbete de tereré de cítricos. Y ya en estado de gracia, brindamos con una copa de champagne donde descubro reflejado el frente agrietado del glaciar.


Travesía lacustre a Chile, para unir Puerto Pañuelo del lado argentino con Puerto Varas en el chileno.

DATOS ÚTILES

  • La excursión a la isla Pingüino dura ocho horas y cuesta $ 1600 por persona. Darwin Expeditions www.darwin–expeditions.com
  • El crucero por los glaciares de Santa Cruz por tres días y dos noches con pensión completa y traslado al puerto cuesta desde US$ 1680. Tel. (02902) 492118 www.crucerosmarpatag.com
  • El Cruce Andino se puede hacer en el día todo el año, partiendo en la mañana desde Bariloche o Puerto Varas para llegar a destino en la noche. Muchos duermen en Peulla o Puerto Blest. Sale todos los días desde Bariloche y Puerto Varas en un sentido y otro. El cruce en el día cuesta 280 dólares (traslados en bus y catamarán). Argentinos y chilenos tienen una tarifa especial de 220 dólares, incluyendo el regreso en un lapso de diez días. El paquete de dos días y una noche de alojamiento con desayuno cuesta 415 dólares. www.cruceandino.com, www.turistour.cl, www.turisur.com.ar 
  • La travesía de tres noches y cuatro días desde Ushuaia a Punta Arenas cuesta desde 1440 dólares por persona con pensión completa. www.australis.com
  • Patagonia Sailing organiza las salidas en velero al bosque de arrayanes: $ 600 por persona, mínimo cuatro pasajeros. Tel.: (02944) 154619781, www.patagoniasailing.com.ar