“Probemos dar sentido a la vida antes de morir”, canta Cándido en el dúo final con la amada Cunegonde, que responde: “Pensé que el mundo era una torta de azúcar”. Enseguida, los demás solistas, el coro, bailarines, actores y figurantes se suman a la impactante escena final. “No somos ni puros, ni sabios, ni buenos. Haremos lo mejor que sepamos”, repiten todos como un rosario, una y otra vez, redimidos y convencidos. Atrás quedaron los embelecos del optimismo y se vuelve a la razón, para la cual los únicos paraísos posibles son los perdidos. De allí en más, después del aplauso del público conmovido por un final que aprovechó con implacable sentido teatral la combustión entre sensibilidad y moraleja, cada uno seguirá cultivando el propio jardín. Así termina Candide, la opereta o vaya a saber qué de Leonard Bernstein, que el martes se estrenó en el Teatro Coliseo –repite hoy y el sábado– en una producción del Teatro Argentino de La Plata. 

Definida por Tyrone Guthrie, director de escena del malogrado estreno de 1956, como El ocaso de los dioses reescrito por Rossini y Cole Porter, Candide resulta una obra tan problemática en su definición como eficaz en su construcción. Tal vez no tiene el despliegue escénico ni el andamiaje lírico de una ópera, o le sobran personajes y situaciones para ser una opereta. Acaso le falta una canción taquillera para ser un musical. Será por eso, tal vez, que nunca se logró una versión definitiva, entre cambios de libreto, autores, agregados y supresiones. Además, su éxito relativo estuvo ligado a la figura de su creador. Lo cierto es que el Candide de Bernstein y compañía refleja de manera cabal el cuento filosófico con el que Voltaire, con ironía, puso en dudas esa forma de optimismo propalado por Leibniz, el filósofo del “todo es para bien y sucede en el mejor de los mundos posibles”. Un tema sensible, en épocas de optimismos poco razonables.

Entre las vías posibles para Candide, la puesta en escena de Rubén Szuchmacher apostó al musical, contado como un comic. Y resultó atractiva. En particular porque con mucha gente en escena se sirvió de la estética del pop, que no es linda, ni fea, ni buena, ni mala. Es simplemente pop. Y el pop, entonces, es una de las formas del optimismo. Es decir, la naturalidad de los fondos coloreados y los vestuarios suntuosos –que refieren a los ‘50, la época en que se estrenó Candide– encubren con calculada inocencia la contracara del optimismo, la ferocidad que impulsa la trama. En el mejor de los mundos posibles se suceden con ritmo de historieta muertes, robos, violaciones, sexo como expresión de poder, resurrecciones dudosas y otras ruindades. Desde ahí nadie puede condenar al pobre Cándido, un inocente que va en busca de su amor. Ni a la graciosa Cunegonde, después de todo víctima del sistema. O a la Old Lady, que lo único que busca es ser útil. Además, la realidad lo demuestra cada día, sería embarazoso condenar a un optimista militante como Pangloss, aun si es evidente que se trata de un tramposo.

También la música de Bernstein, abundante y eficaz, es pop en algún sentido. En este sentido, la orquesta y dirigida por Pablo Drucker mostró la versatilidad necesaria. Alternando diálogos con partes cantadas, la trama de Candide está expuesta con gran claridad. El mismo Voltaire es quien guía al espectador con su relato, entre cuadros breves y concisos, movimientos escénicos algunas veces mejor pensados que realizados y personajes muy bien caracterizados. La puesta remarcó esas características, a veces con exceso y por momentos el personaje engullía al cantante, como el caso de Santiago Martínez, que logró un Cándido muy entrañable en lo escénico, pero poco interesante en lo vocal. Entre los demás protagonistas, la soprano Oriana Favaro compuso una muy buena Cunegonde, que unió presencia, actuación y voz, en particular en la escena “Glitter and Be Gay”, del primer acto. También Eugenia Fuente, en el papel de la Old Lady, y Héctor Guedes, sobre todo como Voltaire y Pangloss, lograron conjugar vocalidad y atractivo escénico. 

Con una puesta dinámica, Candide se estrenó en la Argentina. Fue una buena manera de celebrar el centenario del nacimiento de Leonard Bernstein y de terminar la temporada para Nuova Harmonía, que este año mantuvo el nivel de sus propuestas. Para los cuerpos artísticos del Teatro Argentino de La Plata, apenas un desahogo en una temporada difícil. Gran parte de la programación fue postergada por obras edilicias de las que poco se sabe acerca de su desarrollo. Pero, como diría el poco inocente Pangloss: “Todo es para bien y sucede en el mejor de los mundos posibles”.