Está ahí, volando para la plena observación de la geometría y otros anhelos del espacio. En la tierra las consignas son crueles, vibran al unísono y pierden equilibrio. Ahí arriba, no. En una ración de aliento Lillian Leitzel gira y su cuerpo trompo pone al aire en distinto nivel de incisión. Es la reina de ese aire –y de cualquier otra mezcla homogénea de gases que rodee a un planeta– y está suspendida en lo alto rotando en vertical con un solo brazo, oscilación perfecta sostenida en el arrullo acróbata de madre, tías y abuela, todas trapecistas. Dicen que Lillian medía un poco más de un metro cuando construyó un trapecio en el patio de su casa para imitar a las mujeres de su familia y que a los ochenta años la abuela mantenía los pies lejos del suelo cada vez que podía. Estirpe etérea. Las versiones sobre quién era su padre, son eso, versiones. Un luthier, un  atleta, un artista (la profesión cambiaba según el humor de Lillian y la insistencia de los que le preguntaban) aunque prevalece una que asegura que había sido un tormento para su madre, un violador y el dueño de uno de los carromatos. Sangre checoslovaca, educación alemana (muchos idiomas y clases de piano) y una primera función en los Estados Unidos a los dieciséis años en el Barnum & Bailey de Nueva York, hilaron la trama de los primeros intervalos de su vida contada. Seis años después de aquel debut Lillian era una estrella y la única artista del circo que actuaba sola. Sujeta a un eslabón giratorio rotaba sobre sí misma mientras el público contaba en voz alta sus giros. Solía dar ciento cincuenta vueltas y una vez, casi cien más. Una dislocación momentánea era parte de la rutina mientras volteaba su cuerpo en cada planeación, por eso, y después de hacer estadísticas giratorias –apuestas disfrazadas–, los cronistas le preguntaban por qué se sometía a aquel dolor, ella, sin demora, respondía que prefería ser el minuto de gloria de un caballo de carrera y nunca el de la inercia duradera. 

Durante aquellos años de fama, un tren –que tenía un vagón pullman solo para ella y su piano– unía ciudades europeas en gira acrobática.  En la biografía novelada –que sea Margot Robbie en la pantalla– Lillian es la reina del aire y la del temperamento estruendoso, un volcán que daba miedo, más miedo que sus molinetes infinitos, cuando se enamora de Alfredo Codona, otro trapecista de linaje. Codona era norteamericano nacido en México y con herencia italiana que había debutado a los siete años haciendo equilibrio en un truco de su padre. La vida juntos, esplendores circenses y escándalos domésticos que hicieron públicos, terminó cuando Lillian murió en Copenhague después de una función y tras una caída cuando se rompió unas de las conexiones de bronce de sus cuerdas. Lillian no usaba red y era Alfredo, el famoso hombre pájaro del triple salto mortal, quien después de supervisar los enlaces estaba debajo de los anillos para atraparla. Pero esa noche Lillian actuaba sola, Codona estaba en Berlín. Murió a los dos días y después de convencerlo  para que retomara su gira alemana, “puedo seguir”, le dijo. Murió en el hospital cuando él ya se había ido, tenía treinta y nueve años. Codona, que pidió ser enterrado junto a ella, vivió seis años más, después de cometer un femicidio seguido de suicidio.                                                                           Con cierta solemnidad superflua una lápida estatua los recuerda y traza mortaja en el aire de la diva Tinker Bell.