A Jessica
Tengo un sueño recurrente. Ahora creo recordar que en mi sueño yo estoy soñando este sueño. Mi abuela materna y yo caminamos de la mano hasta la esquina de la casa donde viví hasta los 30 años. Me lleva a tomar el transporte que me depositará (media hora más tarde) en la Escuela. En silencio ambas miramos mis pies y nos damos cuenta de que tengo puesto el uniforme pero llevo las pantuflas de entrecasa. El sueño termina cuando mi abuela y yo nos miramos y sabemos que no hay tiempo para ir a buscar los zapatos “Ringo”.
Llevo muchos años tratando de descifrar como termina el sueño. O la historia. A veces creo que le busco el final porque mi debilidad es contar cuentos y otras creo que es porque en el fondo me gustaría que los sueños tuvieran la sabiduría que algunos le adjudican, y me rebelara alguna gran verdad que desconozco.
¿Qué hace mi abuela en el sueño: me manda al colegio sin los lustrosos zapatos negros o me lleva de vuelta a casa?
Supongo, a la tremenda distancia en que nos puso el tiempo, que sería un dilema dificilísimo para ella. Recuerdo, o imagino que recuerdo, que salir “bien vestida” de casa, impecable, era importante para mi abuela. Adoraba lo blanco, lo limpio, lo perfumado. Hasta en las fotos tomadas durante la II Guerra está impecable, con hermosos vestidos que ella misma cosía y bordaba. Pero tanto o más importante que estar presentable, era ir a la escuela, aprender, no faltar; inclusive cumplir su compromiso de llevarme a tomar el transporte escolar ese día.
En un taller literario el profesor dijo alguna vez que no había peor manera de comenzar un cuento que contando un sueño. Pero otro maestro me dijo que hay que escribir de lo que uno sabe, de lo que se siente y moviliza. De esa emoción propia y verídica se alimenta una buena historia. En esto no hay dilema para mí, quiero escribir desde ese lugar en el que sé que alguna vez voy a encontrar la voz que estoy buscando. La mía, la verdadera.
En algún momento sueño que el sueño sigue un poco más pero no puedo ver ni escuchar. Rayas, zumbidos. La película totalmente velada.
Otras veces hago pausas y veo de a uno los planos. La cara de mi abuela: los pliegues en las mejillas, su pelo prematuramente blanco y corto, las argollitas de oro que le colgaban de las orejas. Mis pies chiquitos, con los dedos gordos hacia arriba, como hablándome, como diciendo “¡te olvidaste los zapatos, nena!”, las medias azules y las pantuflas de tela de toalla.
Si me esfuerzo un poco llego a escuchar como un murmullo la voz de mi abuela. Con su tonada siciliana se lamenta por haber olvidado ponerme los zapatos de cuero, una dulce maldición: mannagia, se le escapa de los labios.
¿Para qué contar un cuento que comienza con un sueño, si sé que va contra algunas reglas? ¿Para qué contar una historia que no sé cómo termina? ¿Para qué buscarle final a un sueño?
Para no olvidar, quizás. Para sobrevivir a la muerte, tal vez. En la palabra escrita hay certeza, hay realidad, hay perpetuidad.
¿Qué diferencia hay en tratar de saber qué pasa en el sueño de los zapatos y buscarle el final a un cuento policial? La ficción adornando los bordes de la realidad para vivir un poco mejor.
En la búsqueda del final del sueño me hago chiquita, me pongo triste, contenta. Camino adentro mismo del sueño. El recorrido me lleva a detalles que invento y a otros que creo recordar. Igual que cuando escribo una historia.
Cierro los ojos. Vuelvo al sueño.
-- ¿Qué hacemos? –me pregunta mi abuela mirándome los pies.
-- Me quedo -respondo.
Me toma de la mano, fuerte; siento la aspereza de su mano, el calor de la palma contra mis dedos. No me besa, no me abraza ni sigue hablando, pero sé que está feliz de tenerme con ella. Siento su amor subir desde la mano hacia el brazo; sigue y me llega hasta acá, o hasta ahora, casi cuarenta años después. Entonces, el sueño o el cuento tienen sentido, porque derogan el tiempo y abren el espacio. Y nos permiten regalarnos un final feliz.