–Jefe, ¿usted sabe lo que es un mito urbano? –me pregunta Osvaldo cuando aún no terminé de acomodarme en una mesa de mi bar de siempre.

–¿Sabe o no sabe? –vuelve a preguntar el mozo impaciente.

–Sí que sé –respondo fastidiado.

–Ah, sabe, y ¿qué es? –interroga en tono autoritario.

No dan ganas de responderle, pero lo hago porque la curiosidad me gana y sospecho una historia detrás de la pregunta.

–Un mito urbano es un relato que se cuenta como verdadero pero que nunca se sabe si lo es. Anda de boca en boca y en general la gente lo da por cierto.

–Exacto –dice Osvaldo entusiasmado–. Exacto. Yo no lo hubiera dicho mejor. Usted  es un capo –me carga el mozo. Y sigue–. El domingo vinieron a casa mi hijo Beto y Luciana, su pareja. Mientras tomábamos unos mates, los chicos recordaban la historia del hurón que ya le conté una vez. Ese animalito que ellos habían criado y que le prestaron al dueño del taller donde trabaja el Beto para que se comiera las ratas que invadían el local. Pero el bicho no se comió ninguna, al contrario, una rata se lo “comió” a él, como dicen ahora. Comer por coger, para que quede delicadito, ¿vio?

–Me acuerdo de la historia del hurón que se enamoró de la rata, ¿pero no me va a decir que ese relato era un mito urbano, ¿no?

–No, ese cuento es cierto. Pero nos recordó otro. ¿Usted se acuerda de la modelo Daniela Cardone, esa morocha muy sexy que salía en televisión?

–Claro –le digo–, imposible olvidarla.

–Bueno –sigue el mozo–, de ella se dice que un día tomó un avión y despachó junto a su equipaje  un gato negro en una de  esas jaulitas especiales que se usan para esos casos. Cuando llegó a Aeroparque, los encargados de bajar las valijas y las jaulas vieron que el gato estaba muerto, duro y con las patas para arriba. Preocupados porque imaginaron el lío que armaría la dueña, salieron a buscar otro gato parecido  para reemplazarlo, esperando que ella no se diera cuenta de nada. En esa zona  hay muchos,  así que en minutos encontraron uno. Lo metieron en la jaula y cuando se lo entregan, la mina dice: “Este no es mi gato”. Los tipos trataban de convencerla una y otra vez, pero ella seguía: “No es, les digo que no es mi gato”. Hasta que uno de los empleados le pregunta: “¿Por qué dice que no es, cómo puede estar tan segura?

Muy sencillo, contesta la Cardone: “Mi gato estaba muerto y embalsamado” –remata Osvaldo y suelta una carcajada–. Como ella tenía la costumbre de embalsamar a sus gatos, el cuento puede ser cierto. Pero nadie sabe si lo es.

–¿Y todo esto a qué viene? –le pregunto más que impaciente.

–Viene porque el Beto y Luciana me contaron lo que les pasó con el pajarito de su vecina, y estoy seguro de que esta historia cierta será, con el tiempo, otro mito urbano.

–Dele, cuente, le digo ansioso –Pero Osvaldo es un maestro en  generar climas. Así que se va a cobrarle a una pareja que discutía en la mesa vecina y que lo llama casi a los gritos.

Cuando vuelve sabe que mi curiosidad aumentó y que me tiene en ascuas.

–Escuche. Mi pibe y Luciana tienen un perro en su casa, y una vecina muy hinchapelotas que tiene un pajarito. A la señora no le gustan los perros y todo el tiempo se  quejaba de que el animal le destrozaba las florcitas del jardín que comparten. Un poco de razón tenía, pero el pichicho no podía estar atado todo el día y tampoco salir a la calle solo. Así que los chicos lo soltaban ahí para que retozara jugando con una pelota de trapo. 

Hasta que la semana pasada vuelve  Colocha –que así se llama el perro en homenaje a Coloccini, nuestro ídolo azulgrana–, con el pajarito de la vecina muerto entre sus dientes. El Beto y Luciana no sabían qué hacer. El perro había matado al pajarito que la vecina amaba. La señora se iba a poner furiosa y era capaz de matarles el perro, así que inventaron algo rápido. Sacaron al pajarito muerto de la boca de Colocha y lo metieron de nuevo adentro de la jaula, que colgaba en el pasillo compartido. Al otro día ven venir a la vecina muy alarmada. La Doña estaba asustadísima, los cruza en el pasillo y llorando les cuenta que la casa estaba embrujada, que había que irse. Vender todo e irse rápido. El cadáver del  pajarito muerto la tarde anterior y que ella había enterrado con sus propias manos en el jardín del fondo había aparecido misteriosamente adentro de la jaula. “La casa está embrujada” –gritaba la señora–, hay que rajar, hay que rajar!”

Mientras la risa de Osvaldo se escucha en todo el bar, el mozo se va a atender otra mesa seguro de que su anécdota, en poco tiempo, será un nuevo mito urbano.