“Una película sobre dos hombres que hoy son grandes y mantienen una amistad desde la adolescencia.” La descripción podría corresponder a alguna película con Michael Douglas y Morgan Freeman en la piel de dos viejitos piolas con ganas de saldar cuentas con el pasado.Pero no: es la definición que da Fernando Spiner sobre La boya, que desde este jueves se verá en la cartelera comercial luego de un par de proyecciones en el Festival de Mar del Plata. El director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo se aleja momentáneamente de la ficción para incursionar en el documental a través de este relato centrado en su relación con Aníbal Zaldívar, a quien conoció durante la adolescencia en Villa Gesell. Spiner se fue de allí con el objetivo de abrirse un lugar en el mundo del cine; su amigo, en cambio, se quedó para convertirse en un reputado periodista y poeta, además de un estudioso de la relación entre la poesía y el mar. Más allá de esos intereses diversos, siempre volvieron a encontrarse para cumplir con el ritual de nadar hasta una boya ubicada a cientos de metros de la costa. Un ritual en el que se conjugan diversos aspectos de la amistad masculina en general y de ésta en particular.

Dueña de variados recursos visuales y un tono relajado y derivativo digno de una vacación, La boya es un diario personal que mira al pasado con cariño pero sin nostalgia. Una película pequeña, un recreo de dos viejos amigos reflexivos pero no solemnes que indaga en la historia familiar de Spiner, en la relación entre la naturaleza y el arte y en la intimidad de una ciudad que muta su pelaje a medida que cambian las estaciones. “Hace diez años me di cuenta que nadar hasta la boya era un ritual y me pregunté si era posible transmitir una experiencia que para mí era de una beatitud increíble. Una experiencia física, espiritual y poética si se quiere. Después fui a las charlas de mi amigo sobre poesía donde le propone a gente común un acercamiento al género. El tema era la poesía y el mar, y encontré una analogía entre esas charlas y la natación como cosas que te introducen en un estado especial. Quería encontrar un punto donde estuviera vivo lo genuino y verdadero de la propuesta, a la vez que algo de la humildad del abordaje llano que hace Aníbal de la poesía”, afirma el director.

–A lo largo de su carrera incursionó en varios géneros, pero nunca en el documental. ¿Siempre pensó en ese formato? 

–Pensé en distintas cosas. Pensé en construir dispositivos ficcionales y en darle una veta más cinéfila, pero de a poco me fui centrando en lo más verdadero. Fuimos trabjando el guión con Aníbal, y en el último año y medio sumamos al escritor Pablo de Santis. Si bien él está vinculado a la ficción, nos ordenó para que La boya tuviera algo que me atrae mucho y es drama, relato, algo que atrape al espectador. Así y todo, priorizó esas verdades e insistió con que fuera una película sobre mi amigo porque había un montón de cosas mías que podía encontrar a través de él. Hicimos muchos recorridos, probamos muchas cosas, y al final optamos por lo más simple.

–Al comienzo de la película su voz en off dice que Aníbal encarna la vida que usted no tuvo. ¿La idea era espejar sus vidas?

–Me gustaba la idea de una película entre uno que se quedó en el pueblo y logró trascender a través del arte y otro que se fue. No era el enfoque clásico de uno que vivió una vida atravesada por miles de cosas afuera y otro que se quedó en la chatura. Diría que es lo contrario, porque en la película soy un neurótico que cuenta las brazadas y él es el que me va abriendo las puertas no sólo a personas comunes, sino también a artistas que hablan mientras yo solo miro y escucho.

La boya se sumerge en un ritual hecho de poesía y amistad.

–Más allá de su amigo, da la sensación que el mar es el gran protagonista. 

–Es que el punto de partida tenía al ritual de nadar hasta la boya como eje. Y básicamente se trataba de pensar en eso que yo siento cuando entro al mar y me voy lejos. El mar atraviesa mi vida desde que soy un chico. Iba a Gesell durante los tres meses de verano hasta que mis padres decidieron mudarse. Yo era un chico de ciudad y esa mudanza me dio vuelta: ir al mar todos los días, caminar hasta el colegio por la playa, sacarme los zapatos en noviembre y no ponérmelos hasta marzo. La idea era dar una mirada original sobre la potencia poética del mar. Quería llevar al espectador a nadar conmigo, a descubrir ese silencio.

–La mayor parte de las secuencias de natación están filmadas con una cámara subjetiva. ¿Eso se relaciona con la idea de “llevar al espectador a nadar con usted”?

–Sí, lo primero que hice varios meses antes de filmar fue ponerme una vincha con una GoPro y nadar mar adentro. Eran pruebas que tenían una doble función. Primero, tomar dimensión de la potencia que eso tenía; después, buscar las condiciones técnicas para filmar con la calidad digna de una película. Pero a la vez jugaron un papel importante porque registraban momentos muy genuinos mar adentro y permitían que mi amigo se acostumbrara a la cámara. Cuando llegó el momento de filmar, él ya estaba habituado y pudo ser natural y verdadero, que era lo que requería de un no actor. Quería documentar una vivencia espiritual y poética muy profunda.

–¿El nado es la consumación de su amistad con Aníbal?

–Totalmente, ahí se encierra una amistad de años. Para mí el verano era ir a nadar hasta la boya, algo que me parecía ridículo pero me llenaba de una energía que no podía entender del todo. Siempre le dije a él que éramos dos señores grandes que nadan desde chicos y todavía juegan. Por otro lado, la película es hija de esa amistad y propone una historia de amor entre dos amigos desde hace más cuarenta años. Eso estaba desde la génesis del proyecto: lo escribimos juntos, lo filmamos en ese mismo lugar, los guardavidas que participan son los que nos cuidan....nunca hubiera hecho esta película solo. No quería que la película cuente mi recorrido. Quería evitar mirarme el ombligo y pude hacerlo gracias a mi amigo. Haber tenido esas vivencias con él fue mucho más poderoso que cualquier otra cosa.