Recuerdo un film de los 70, con Robert Redford, sobre la CIA. Es la historia de un agente menor del servicio secreto involucrado sin querer en una gran maniobra. Se convierte en testigo involuntario y pasa a ser un perseguido de la propia “Agencia”. En algún momento se produce este diálogo que rememoro aproximadamente: alguien de la Agencia le dice algo así como “usted fue un desleal con la comunidad”. Y el ex agente perseguido le contesta: “¿Comunidad? ¡Qué generosos son con ustedes mismos!” La cuestión de los servicios –una muy laboriosa palabra que reverbera en la teoría del Estado de todas las épocas– tiene una grave y profunda bibliografía, de todo tipo. Quizás se deba a que la “información sigilosa” o el “secreto” sin más, es la célula misma que impregna de vivacidad, incerteza y oscuros deseos a la política. ¿Qué hacemos cuando hablamos en estos términos, que los contiene habitualmente toda conversación política? Especulamos, inferimos, calculamos en una suerte de geometría imaginaria incomprobable. Pero, como despreciamos la pesquisa de la vida de los otros, solemos cruzar con palabras de esperanza lo que decimos e imaginamos qué acción correspondería a alguna intervención pública que se adjuntaría muy variadamente a los proyectos que de antemano conjeturamos desde ese rasgo  indeclinablemente utópico que tiene todo ser político.

En ese intersticio entre el crudo empirismo del habla política y el horizonte demorado de las utopías se establece la información reservada, la especulación incomprobable pero oficiando como “dato real”, la pequeña estructura real del esquema “me dijo que le dijeron”. Es decir, una cadena de sumas tácticas que se obtiene de migajas o rastreos de otras conversaciones que quedan en la memoria o en el hábito conversacional. Íntimamente, allí sabemos qué podemos tomar en serio y qué no, porque creemos en las fuerzas de la historia y en la interpretación libre de la información de dominio común, recorridas por nuestras variadas ideas.  Alguien muy conocido dijo, y muchos repitieron, que el oficio político consistía en la sorpresa, la información y el secreto. Sobresalta la definición. Es inexacta, tacaña, pero aturdidora. Lo necesario como para no examinarla lo suficiente o dejarla pasar ingenuamente. El Estado clásico tuvo un nudo de informaciones secretas y reservadas, de índole policial, que fue rotando hasta la situación actual. Una suerte de gerencia biográfica total de los actos individuales de consumo, intercambios de mensajes particulares, conversaciones telefónicas, todo acumulable en bancos secretos de datos, archivos de seguridad cuyos propios mandantes queman periódicamente (son también sus secretos), lo que finalmente establecería un nuevo tipo de poder mundial. No es adecuado decir que se acabó la globalización, bajo esa hipótesis vigente de condensación bancaria de datos, de financierización de la vida cotidiana –como quiere Máxima, la reina holando argentina–, por el hecho de haberse manifestado en Estados Unidos un feudalismo industrialista que sería justo para los trabajadores si no estuviera acompañado del mitológico y retrógrado Rifle Fundador de la Nación para aquel Desierto. Sin embargo, no ha cambiado la lógica de legalidad e ilegalidad de la afluencia de datos, convertibles en dinero, asesinatos selectivos, operaciones de chantaje o actos de gobierno. Que mucho se pensara que la vasta tragedia de las Torres Gemelas fue un “autoatentado” es un error. No lo son los numerosos incidentes prefabricados por los servicios secretos para bautizar sus “guerras necesarias”: la de Cuba hace más de un siglo, la de Vietnam hace medio.

¿Pervive la era del agente doble o del agente secreto? Grandes testimonios han sido escritos sobre el tema. Herr Vogt, de Marx, un gran estudio sobre la policía secreta alemana encarnada por un socialdemócrata absorbido por el Káiser. Por su parte, Joseph Conrad deja dos novelas inolvidables sobre los procedimiento de la Ojrana, la máxima policía secreta europea, al servicio del Zar, cuyos cuadros eran a veces destacados intelectuales, uno de ellos el hombre de mayor confianza de Lenin en la Duma. Las novelas son Bajo los ojos de Occidente y El agente secreto, espeso relato sobre la conversión de vidas bajo presión y chantaje moral. Es mencionable también el gran episodio del suicidio del coronel Redl, jefe de los servicios secretos del Imperio Austro-Húngaro, suicidio inducido y preparado por el propio emperador, ante la evidencia de que el militar, de biografía muy interesante, vendía secretos militares al zar de Rusia. Sobre él hay una obra de teatro de John Osborne y un gran film de Ivan Zsabó. En nuestro país, aparece tempranamente el tema, en las memorias de Echeverría sobre la actuación política de su generación –de ella formaba parte el escribiente Lafuente, que trabajaba en las oficinas de Rosas con la función de espía informal, tema que retoma Piglia en Respiración Artificial–. Puede rastrearse la misma cuestión en todos los gabinetes de las secciones especiales de la policía y de las fuerzas armadas, donde se puede encontrar escrita la historia de anarquistas, socialistas, comunistas, nacionalistas, peronistas y liberales, por qué no. Quien ocuparía el comisariato de interior de la revolución bolchevique, Victor Serge, cuando abre esos archivo secretos en 1917, exclama: “Han escrito la historia bolchevique mucho mejor que nosotros”. 

Pajarito García Lupo siempre consideró a Perón un oficial de informaciones –no obstante, nunca ocupó un cargo semejante– y le daba el siguiente sentido: la profunda reversibilidad que tenía esa función en la época. El que miraba desde la seguridad del Estado, conocía muy bien las ideologías contestatarias de la época, y forjará luego la hipótesis de tomarlas a su cargo en una mutabilidad donde sale una tesis sobre el Estado enteramente ambigua. Se lo visualiza como monopolizando la seguridad y la violencia, y le da su propio nombre a acciones de izquierda, tanto fácticas como portadoras efectivas del sello de esa denominación. Walsh convirtió el periodismo que llamó de investigación en un oficio de débil y perseguido, restándolo de lo que implicaba paralelizar la trama de los “servicios”, tal como hacían las grandes empresas periodísticas y comunicacionales que, antes y ahora, sustancialmente replican en forma privada lo que hace el  Estado de manera “oficial y clandestina”. El archipiélago que cubre este tema en la historia antigua y reciente es notable. Nos limitamos a mencionar el libro de Gustavo Plis-Sterenberg, Monte Chingolo, publicado hace casi veinte años, y Almirante Cero, de Claudio Uriarte. Buena parte de la obra de Horacio Verbitsky dedicada a este mismo tema tiene igual o superior valor.

La ocupación de la investigación clandestina por parte del Estado está ahora en auge, luego de habérsela intentado limitar o incluso suprimir en el período anterior, sin medidas empeñosas o suficientes. En 1973 también se lo propuso, con suerte dispar. Las vidas están cada vez más controladas y vigiladas, ya no por aparatos inquisitoriales que se denominan como brazo censor de la Iglesia o del Estado, sino por archivos de instituciones financieras privadas y estatales y por redes de exposición individual de intereses pulsionales, que de todas maneras son objeto de masiva centinela comercial, política y financiera. De una manera u otra, se acabó la era del interés público, tradicional y autogobernado por el individuo racional, que puede orientarse por una serie de inclinaciones fundadas en el interés práctico, el técnico y el emancipatorio, según alguna vez determinó Habermas, confiante, en su teoría comunicacional democrática. Eso no existe más; el interés ha sido sustituido masivamente por lo que llamaríamos el gusto cobarde o el placer asustadizo. Por eso puede explicarse que un interés social emancipatorio que hubiera llevado a otro tipo de votación en el país fuera reemplazado espiritualmente por ese orden complaciente y menguado, el goce secreto de la indignidad, esto es, la celebración recelosa de sí. Es el diagnóstico tantas veces hecho del declive del hombre público, sustituido no por la falta de una intimidad visible, sino por las formas más calculadas y falsas de la intimidad, de la expresión y el lenguaje, donde el hombre público no gana posiciones sino que las pierde en simultáneo con una nueva intimidad banalizada. De estos oscuros cobertizos del lenguaje sale el gobierno de Macri. Su intimidad está manufacturada en serie, con individuos maniatados por el cerco simultáneo de la vida pública (el interés fidedigno reemplazado por la pulsión furtiva) y la escucha de la vida privada (la intimidad autodeliberativa reemplazada por la confesión llorosa pautada o el arrepentido delator). 

Participar en política, creer que tenemos creencias políticas y empeñarnos en una forja real del hombre público hoy basado en la resistencia contra los poderes tácitos que gobiernan antidemocráticamente, supone recolocarnos ante un nuevo sentido común democrático. No es verdad que hoy predomine tal sentido –tan estudiado por variadas escuelas filosóficas del siglo XX–, sino que está extinguiéndose hacia un plano de inferioridad de conciencia, que es la operación planificada sobre las creencias implícitas y la que el propio individuo se calza como aceptación trivial de su propia servidumbre. Eximida de presentarse como tal. Pues terminológicamente es canjeada por una felicidad administrada y un apócrifo pluralismo. Con el sentido común se piensa y se educa. Con el sentido de dirigirse a un vecino pulsional enemistado consigo mismo y derivando su desazón a un sustituto expiatorio, solo se realizan acciones que transfiguran los hechos emanados del sentido común. Nisman, evidentemente, se suicidó. Esto lo dice el sentido común, ese que en estos tiempos de oscuridad se está extinguiendo en el mundo y en nuestro país. El pensamiento conspirativo, irradiación ampliamente sembrada en el horizonte social colectivo, que goza de un triunfo momentáneo y ojalá que por poco tiempo, induce a creer que aquel domingo, en aquel departamento, en aquel sector de la ciudad, actuaban poderes arácnidos y misteriosos, teledirigidos y vicarios, que evidentemente serían la retroversión adjudicada a otros, de lo que ellos (gobierno, jueces, instituciones diversas oficiales) conocen muy bien. Marchan hacia un control policial de la sociedad, no de cualquier policía, de una que además de bien armada, no solo sabe de nuestra intimidad, la escucha y la divulga, sino que también la inventa.