La primera vez que percibí un asombro enorme, tenía 5 años, fue cuando Armstrong pisó la Luna, en un incierto mes de julio del '69. En casa, entre canciones de Lolita Torres, Rosamel Araya y Osvaldo Pugliese, no se hablaba de otra cosa y para completarla, mi tía abuela Fina dijo en diciembre de ese año que el Niño Dios nos había traído a mi primo Edgardo y a mí sendos trajes de astronautas. La segunda vez que me asombré, fue aún de manera más intensa, en diciembre del '71, tenía 7 años, y esa noche, cuando ningún club del interior del país (de fuera de la provincia de Buenos Aires, me refiero) había logrado ganar un campeonato oficial de AFA, Central superó a San Lorenzo y desató un carnaval interminable, que a mis ojos era algo inédito. Fui con mi viejo a la avenida Alberdi y Avellaneda, pude sentir de cerca esa marea eterna de gente que se lanzó a las calles sin rumbo fijo, con el solo objetivo de cantar "Central Campeón". Venían caminando, en carros tirados por caballos, en bicicletas, en coches, en sillas de ruedas, en camionetas de fleteros, no importaba en qué vehículo, sólo la idea de juntarse en las calles para celebrar ese primer campeonato. Cuando terminé pisando el césped del estadio (preludio del Gigante de Arroyito), en medio de miles de personas, no me di cuenta del todo que estaba naciendo una leyenda, sólo me invadía el asombro.

La tercera vez que me invadió un asombro inmenso fue en agosto del '97, cuando nació mi hija Ángeles y la tuve en mis brazos por primera vez, apenas llegó a este mundo, en un sala de parto donde todo parecía ser intensamente natural y emotivo. Ángeles fue creciendo con libertad, entre libros, música y juegos y todo, parecía que el fútbol no le iba a interesar. Y así fue, a ella no le interesa el fútbol, le interesa Central. Y así, la vi llorar con el descenso, la vi inundarse de felicidad con el ascenso, la vi llorar ante el robo más grande de la historia del fútbol argentino, en la final de la Copa Argentina del 2014, y anoche, la noche del 6 de diciembre, esa es otra historia. La cuarta y última vez que mi asombro superó los parámetros normales fue en diciembre. No podía ser de otra manera. Tal como lo imaginé más de una vez, durante todos estos años... apenas terminó el partido, tras un sufrimiento pasional (no podía ser de otra manera tampoco), salí con Ángeles y Vivi a la calle y vi, nuevamente, miles de almas deambulando con alegría por las calles. Esa oleada de gente nos fue empujando hacia el Monumento a la Bandera, donde personajes de todo calibre, familias enteras, jóvenes, muy jóvenes, destilaban fervor por ese sentimiento en común que se fundía con el pavimento de nuestra ciudad. Ver a mi hija, a mi lado muy feliz, corroboraba para siempre mi cuarto asombro de vida, mixturado con toda esa gente que llegaba desde los barrios, con una única contraseña: alguna remera azul y amarilla, la camiseta original, una bandera auriazul, levantaba el grito de Dale Campeón.

Sin dudas, ya no soy aquel pequeño pibe del '71, soy un hombre de 54 que, desbordado por la emoción, no pudo contener todo lo que le venía a la mente: los viejos que lo hicieron canalla, los amigos que ya no están y que iban a la cancha juntos, los años que pasaron muy rápido, con varios campeonatos en el medio, varios sinsabores, la pasión de siempre, la auténtica, alejada del negocio, y este regalo de la vida que muestra que aún se puede tener una noche de alegría colectiva en paz. Escribo porque no tengo voz, la dejé en las gloriosas calles de mi ciudad.