La emoción de los hinchas que pagaron miles de dólares para ver la final entre Ríver y Boca en el Santiago Bernabeu de Madrid explica y completa la emoción de los que gritaron y lloraron "¡Argentina, Argentina!" la semana pasada en el teatro Colón. La analogía parece rebuscada, pero ilustra con sencillez sobre un modo de entender conceptos tan complejos como "patria",  "pueblo" y "nación". Hay, en ambos casos, un orgullo de ser argentinos. Y se puede agregar: un orgullo de formar parte de los argentinos buenos. Más allá del coaching de Duran Barba, es probable que las lágrimas del presidente Mauricio Macri hayan sido genuinas, del mismo modo que fueron genuinas las palabras de ese hombre que llegó ayer a Madrid enfundado en la bandera de Boca y dijo ante una cámara: "poder ver el superclásico en el Bernabeu es increíble. Y le vamos a demostrar al mundo que los hinchas argentinos sabemos comportarnos". Se trata de una argentinidad fallida, sin dudas, sostenida por una suerte de narcisismo herido, que transforma el individualismo aspiracional en una épica colectiva. Pero es, mal que nos pese, una de las formas de la argentinidad. 

Hay en esa extraña reivindicación de "lo propio" un deseo no reconocido de "ser otro". Ganas de pertenecer, aunque sea por un ratito, a esa elite del poder global. Una fantasía de emulación que los dueños del mundo alquilan como souvenir para que los empleados se entretengan. Es la ilusión de codearse individualmente con los grandes y después socializar los alcances de la hazaña: "el mundo nos mira".  

En la abstracción del "sí se puede", llevada a un escenario de postal turística, se niega una realidad incontrastable, unánimemente reconocida en el caso del superclásico: no se pudo (o no se quiso, o no se supo).  Tampoco se pudo, antes y después de la gala en el teatro Colón, darle un sustento fáctico a esa expresión de deseo ("¡Argentina, Argentina!"): algún acuerdo comercial favorable a los intereses del país, el comienzo de las negociaciones sobre la soberanía argentina en las Malvinas con la delegación británica, avances en la integración regional. No. El grito obedeció a un instinto de autorreferenciación, fue la expresión inocua del "aguante".

Porque, en el fondo, ese grito, esas lágrimas, ese orgullo, constituyen, en espejo, la exteriorización de una vergüenza. Cuando el hombre que llegó a Madrid dijo "vamos a demostrar que los hinchas argentinos sabemos comportarnos" estaba transmitiendo, sin darse cuenta, la humillación de que la final de la Copa Libertadores de América se termine jugando en España "porque un puñado de violentos" impidieron que se realizara la fiesta en el Monumental. También las risas y los llantos de la gala en el Colón marcaban un desahogo, un gesto de autoafirmación frente a lo que, ellos consideran, no es, o no debería ser, la Argentina. Mírennos, esto es lo que verdaderamente somos, parecían decir en ese ámbito íntimo y exclusivo, como  contracara virtuosa de ese otro país atravesado por conflictos, movilizaciones, paros, etc. Esa Argentina en la que no se reconocen.   

Como la final de la Libertadores, también la economía argentina se juega en otra cancha. Algunos se sienten orgullosos porque esa condición de visitante, escondida tras una supuesta neutralidad, nos coloca en la vidriera del mundo. Parece un signo de estos tiempos: todo lo que a ellos los enorgullece, a millones de argentinos nos da vergüenza.