El trabajo de Tute como ilustrador se expande en el cuadrito diario Tutelandia, en el diario La Nación, y en la página dominical, un espacio que agradece poder transformar “casi en cualquier cosa”. “Ahí puede caber el humor más tradicional, el más volado, las ilustraciones de una canción o la despedida de mi viejo. En esa página he hecho de todo”, repasa el dibujante. También es creador de Batu, el personaje de la tira gráfica que tiene cinco libros y pasó a la pantalla en micros televisivos, y de Trifonia y Baldomero. Varios de sus dibujos pasaron a ser agendas, calendarios, y recientemente, un vino malbec de la bodega mendocina Monteviejo (en una línea en la que ya tienen sus vinos Pedro Aznar, Gillespi y Juanchi Baleirón). 

  Entre otros libros que no son recopilatorios, rescata la novela gráfica  Dios, el hombre, el amor y dos o tres cosas más, que fue prologada por Quino. Y, más especial aún, Diario de un hijo, que saldrá en marzo por Sudamericana. “Fue muy vertiginoso porque por primera vez me dibuje a mí y a mi viejo. Es nuestra historia atravesada por el dibujo, desde mi nacimiento hasta su muerte. Quedó una novela grafica dibujada, con menciones constantes al oficio, están mis primeros dibujos de la infancia, los dibujos de él, intercambio de cartas, dibujitos que nos dejaba a mis hermanos y a mí cuando se iba de viaje… Lo hice como una especie de testimonio, pensando en Olivia, mi hija más chica, que tiene seis años y no lo conoció”, cuenta.

–¿Y tuvo que tomarse este tiempo para poder hablar de Caloi?

–Mi viejo murió en 2012. En 2013, en un bar de Santiago de Chile, charlando con mi mujer, empecé a pensar la idea de dibujar esta historia. Llegamos a ese bar de tarde y nos fuimos de noche, porque no paré de poner títulos, armar los capítulos, super entusiasmado. Llegué a Buenos Aires y no pude tocar un solo papel, hasta el año pasado. Recién entonces me pude sentar a dibujar ese libro que había soñado aquella tarde noche en Santiago de Chile. A partir de la misma servilleta que escribí en ese bar. Ahí si lo encaré, con alegría y un poco de tristeza también, pero con posibilidad, digamos. Ya me podía meter en esas aguas. Antes no.   

–¿Y su mamá?

–Ella es la mitad de mi escuela, María Cristina Marcon. Es artista plástica, cuando vivíamos en zona sur del Gran Buenos Aires ella tenía un taller, Taller del sur, donde se daban cursos de pintura, grabado, modelado… Nosotros estábamos anotados en todos con mis hermanos. Es mi escuela no solo por la pintura, por el estímulo, también porque fue la primera en arrimarme un libro de poesía. La base de esto que me gusta tanto está en aquellos libritos que ella me pasaba, en Los heraldos negros, de César Vallejo, en aquella vieja edición del 60. Mi viejo, por su lado, me arrimó a Borges, otra cosa que le agradezco eternamente. Mi escuela son ellos.