Es tan de manual que, de sólo enunciar el encadenamiento, vuelve a dar vergüenza ajena. 

En orden cronológico reciente, hace punta el bochorno ecuménico de la segunda final postergada entre Boca y River. Desazón nunca exclusiva, si es por seguir cargando en “los argentinos” unas campeonas características violentas. 

De inmediato siguió el show bizarro del G-20, con la indigencia protocolar de Emmanuel Macron y Brigitte más el francés de Gabriela Michetti. La confusión sobre el chino exacto. Donald Trump dejando de garpe al presidente argentino, en las tablas hipócritas. El llanto de nuestro jefe de Estado ante la barra invitada al Colón. Y otras minucias que acabaron relegadas por dos factores centrales. 

Primero, la sucesión de reuniones bilaterales para la foto, junto con la tregua comercial entre Donald y Xi Jinping que bien está por verse y que, desde todo análisis serio, depende estructuralmente de una disputa por la hegemonía mundial que los chinos libran desde una concepción de Estado. El capitalismo central todavía conducido por Washington, en cambio, viene perdiendo la batalla contra las gigantescas corporaciones tecno-financieras del flujo de dinero. Un G-20 no resuelve absolutamente nada respecto de ese pequeño detalle.

Luego, que en rigor sería principal para los estrafalarios personajes de Cambiemos, el éxito de la comandante Bullrich por un operativo de seguridad a cargo de los servicios extranjeros, junto a la publicidad de militarización absoluta que habría liquidado todo gran peligro nunca existente. 

La final futbolística del mundo trasladada a Madrid se convirtió en una mera contingencia y apareció la verdadera Argentina. El auténtico pueblo protegido al que le borraron la gente en situación de calle (no se sabe para qué, porque de todos modos los líderes mundiales jamás la hubieran visto). La “marca país”, que fue el saboreo del choripán con salsa criolla, el logro de exportar cerezas a China y la seguridad. Esto último, ante todo.

Apenas se fueron las presuntas hinchadas visitantes, ocurrió que la Unión Europea reimpondrá impuestos a la exportación de biodiesel argentino, que Trump afirmó en el avión de regreso ser “un hombre de aranceles”, que algún acuerdo Francia (?)-Mercosur sigue en un freezer perpetuo y que el riesgo-país (no la marca, el riesgo de invertir en este convulso traste del mundo) trepó a unas nubes máximas desde que gobierna Macri. 

Pero, entonces, la seguridad. El éxito. Y se subió la apuesta, ya que estamos. Un protocolo para que la policía dispare sin aviso donde atiende Dios, no importa si violando al Código Penal, al Congreso y a la mar en bote. Tan de manual que, reiteremos, da vergüenza ajena. 

¿Qué podría mostrar el macrismo como conquista de su mandato, para empezar la campaña y fijar agenda? ¿Que controló la inflación, que ya se está cerca de la pobreza cero, que jamás se recurriría al FMI, que “ajuste” nunca figuraría en el diccionario, que los trabajadores no pagarían Ganancias, que lloverían las inversiones?

Este viernes, nada menos que una nota en La Nación, firmada nada menos que por Sergio Berensztein y nada menos que desde su título, dijo que “los mercados oscilan entre la desilusión, la desconfianza y el terror”. Va de suyo que habla, respectivamente, de Macri. Del peronismo blanco/racional o como se le llame a una avenida del medio cada día más angosta. Y de Cristina.

La traducción menos obvia es lo que el mundo real comenta en todas las esferas del poder: opciones políticas al margen, nadie confía en que Argentina pueda pagar su deuda externa, bien macrista, después de 2019. Gobierne quien gobierne.

Se fue el G-20, queda el G-2 y no hay nada que exhibir por fuera de las lágrimas de cocodrilo en un escenario lírico. Por ahora, solamente resta la instalación de que hay que matar. Por ahora, se le acaban los cartuchos al gurú ecuatoriano. Por ahora.

Fue impactante, en los círculos politizados, que Carrió haya salido a despegarse del “fascismo” encarnado por el manifiesto de seguridad macrista. Las hipótesis van desde los celos personales respecto de la comandante Bullrich hasta que todo no es más que un acting para propagandizar la convivencia republicana de Cambiemos, sin que la chaqueña tenga la menor intención de romper esa alianza. En cualquier caso, si el tema es discutir acerca de si bala sí, bala no, significa que con la economía no pueden tirar. O no podrían. Tiran con la policía brava.

A 35 años del regreso democrático, es muy triste hablar de estos retornos de los peores fantasmas argentinos. O más aún, de la corporización de esos espectros en acciones y actitudes concretas, cotidianas, espantosas. 

Nadie dijo que las cosas serían fáciles, en un país de empate secuencialmente histórico entre las diferentes pero no distintas oligarquías que lo atraviesan y las experiencias de gobiernos populares, progresistas, nutridos por alguna rebeldía. Un país de violencias efectivas y simbólicas casi permanentes. Pero se suponía que había una suerte de explícito o tácito acuerdo colectivo, mayoritario, gracias al cual no habría vuelta atrás en cuestiones muy precisas. 

En parte fue cierto. Lo es. El Nunca Más, pese a la prédica de quienes no se cansan de pretender enchastrarlo con la teoría repugnante de los dos demonios, está presente en las formas institucionales, en las resistencias públicas, en la preeminencia de los intelectuales y referentes de la cultura contra los mamarrachos comunicacionales de la derecha que no resisten ni una pizca de archivo. 

La Corte Suprema acaba de retrancar sobre su fallo favorable a los genocidas, a través del cómputo 2 x 1 en sus días de cárcel. Es el mismo tribunal que el macrismo proyectó firmemente amainado. Para que eso haya sucedido, la única causa es la fascinante protesta que, frente al dictamen inicial, ganó las calles con un número ya incorporado a esas glorias argentinas que envidia el mundo entero. La derecha tuvo que retroceder, y la lista es mucho más larga.

Igual de cierto, sin embargo y versus quienes juzgan la vida política a través de un blanco y negro inalterable, recto, sin sinuosidades, como si las masas fueran un sujeto homogéneo, es que a 35 años de la vuelta democrática (y mejor o agregado, a 3 de la asunción macrista), es admisible que se hable de meter bala, de primero tiro y después pregunto, de matar por la espalda; de colocar esas decisiones en manos precisas de mafias policiales y agentes inexpertos, entrenados en su desorbitancia por el estimulador discurso oficial. 

No es la primera vez que se recurre a tonterías expeditivas e inútiles para calmar a las fieras insufladas por los medios. Justamente, vale remitirse a las pruebas. El asesinato del hijo de Juan Carlos Blumberg, en marzo de 2004 y sólo por tomar una de tantas referencias, desató otra movilización fenomenal que exigió endurecer las penas. Así se hizo, para que todo continuara igual, como debe ser y seguirá siendo al cabo de cada ocasión en que se formule patear la colmena para conseguir miel.

Apenas para tomar un dato entre infinitos, el informe anual de la Comisión Provincial por la Memoria revela que el sistema penal de la provincia de Buenos Aires concentra su accionar prioritario en varones jóvenes del conurbano bonaerense. Arbitrariedad para detener, automaticidad para convalidar y velocidad para condenar son las tres prácticas combinadas del Poder Judicial y las fuerzas policiales, que llevan a una tasa inédita de encarcelamiento. Las detenciones por flagrancia (eufemismo por portación de cara, esencialmente) aumentaron un 30% en los últimos cinco años. Hay un récord histórico de encarcelamientos (253 cada cien mil habitantes). Las muertes en cárceles y comisarías dan el promedio de una cada 72 horas, y apenas es un sub-registro porque, por primera vez, el Ministerio de Justicia no informa oficialmente la cantidad de muertos. 

La tontería sublime dice que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Hay que matar. El bolsonarismo es capaz de dar rédito en las urnas. Macri se refugia en su núcleo duro, que es el odio. Afuera de ahí, en los fluctuantes que pueden votar cualquier cosa, su negocio es el miedo. El odio es un subproducto del miedo. 

Por ahora, van por ahí.

¿Es una muestra cambiemita de fortaleza o de debilidad?