Desde Madrid

La final de la Copa Libertadores se jugó sin incidentes en Madrid, a pesar de la preocupación que existía de que el Superclásico exportara la violencia a la capital española. El tema dominante en los medios locales durante los días previos al choque sudamericano fue el temor por la llegada de los barras bravas de Boca y River. La deportación de Maximiliano Mazzaro, acusado de homicidio en el 2011, y la posible llegada de Rafael Di Zeo, el histórico líder de la 12, encendieron las alarmas.

El viernes por la mañana, el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Rodríguez Uribes, quiso evacuar todas las dudas, y anunció un “operativo sin precedentes” para acoger a River y Boca en el Santiago Bernabéu. Cuatro mil efectivos policiales. Más del doble de la cantidad utilizada en los partidos de “algo riesgo” de la liga española y de la Champions League. Alrededor del estadio, tres anillos de seguridad. Y para evitar cualquier enfrentamiento, las parcialidades aisladas en sectores opuestos del Paseo de la Castellana, la gran avenida lindante al Bernabéu.

Desde la mañana, el paisaje en las inmediaciones del club merengue era el de una ciudad sitiada, y no el de la previa de un partido de fútbol. En el primer anillo se ubicó la montada junto a efectivos policiales. En el segundo se ubicaroon vehículos de la policía, y varios carros blindados. Difícil saber si su presencia persuadió a los simpatizantes argentinos. Muchos de ellos aprovecharon a tomarse fotos mientras los españoles le restaban importancia. “No se asusten, argentinos, esos tanques nunca se usan...”, decía un hombre acompañado por su mujer.

El folclore típico del máximo clásico del fútbol argentino no se extrañó. Sobre todo, dentro del estadio. Cuando faltaba una hora para el silbato inicial, la tribuna norte estaba pintada de rojo y blanco, y la sur de amarillo y azul. Una postal extraña para Argentina, donde tristemente nos hemos acostumbrado a jugar sin público visitante.

En la previa el aliento fue constante, y solo se dieron algunas pausas cuando la voz del estadio reprodujo canciones de Fito Páez, Luis Alberto Spinetta, y la ‘Mona’ Jiménez, entre otros representantes del cancionero nacional. Precisamente, la voz del estadio sufrió en carne propia la picardía argentina, que boicoteó con insultos esa costumbre del Bernabéu, en que los aficionados completan los nombres de los jugadores.

Después se jugó el partido. Las gargantas debían atender la pasión, por un lado, y los nervios desbordantes, por el otro. De todas formas, la intensidad no descendió ni un minuto. Es posible que los españoles extrañen esta polémica final cuando recuerden el frescor y la pasión que dejó en el aire el fútbol criollo. Una cualidad que se extraña en esta parte del mundo, donde los jerarcas de la pelota están más pendientes de los negocios que de los deseos de los espectadores.

Para los argentinos, lógicamente, esta final será recordada con alegría y tristeza, dependiendo de los colores. Sin embargo, es posible que coincidan en algo. Que nunca más en la historia, un Superclásico argentino, una final latinoamericana, deba ser exportada a otro país por culpa de la violencia, ese fruto de la connivencia entre la política, los clubes, y los barras que carcome nuestro principal deporte desde hace muchos años.