El investigador colombiano Omar Rincón asegura que “la democracia ha devenido una batalla mediática” y que los medios de comunicación son la cancha donde se está jugando la democracia en América Latina a tal punto que “medios de comunicación y gobiernos luchan por el amor del pueblo” porque “los medios se retiraron de su rol de contrapoder y se asumieron como actores políticos; creyeron tanto en sí mismos que decidieron que con base en su poder moral y su tradición liberal y su libertad de expresión tenían derecho a juzgar, condenar, absolver, ordenar o gobernar”.

Ese es el escenario que hoy vive la Argentina en su relación entre democracia y comunicación, una realidad que no encierra diferencias sustanciales con lo que ocurre en el mismo sentido en otros países de América Latina.

El 25 de agosto de 1986 Raúl Alfonsín decía que “la democracia es el ámbito de realización del diálogo y la comunicación entre los hombres” y que “la información que requiere la democracia tiene mucho más que ver con su consideración como bien social que con su mero tratamiento como mercancía”. Durante su mandato Alfonsín no logró traducir en acciones y normas estos principios, pero expuso con meridiana claridad algo que hoy sostenemos con mayor énfasis a la luz de los acontecimientos políticos posteriores y de la relevancia que la comunicación adquiere apoyada también en el vertiginoso desarrollo tecnológico: democracia y comunicación son dos caras de una misma moneda y por lo tanto la comunicación es un bien público y social que requiere la atención del Estado para garantizar el ejercicio efectivo de lo que hoy denominamos el derecho humano a la comunicación. 

En tiempo de “fake news” que condicionan nuestra vida política democrática es necesario convertir las demandas hacia la comunicación y los comunicadores en desafíos para la democracia misma. Porque, tal como lo señala el español Manuel Chaparro, periodista y doctor en ciencia de la información, “que los medios definan e interpreten el sentir, la inquietud y el deseo de los ciudadanos en función de intereses propios ocultos es desestabilizador”.

Mirando entonces hacia adelante podemos afirmar que la lucha por la comunicación democrática no es, de ninguna manera, una reivindicación sectorial o recortada, sino una exigencia de la democracia y del sistema político. Sin comunicación democrática no existen hoy sociedades que lo sean en las que pueda prosperar el diálogo constructivo en la diversidad. Entre otros motivos porque los actores de la sociedad civil requieren de información basada en la verdad para, por una parte, construir claves para leer la realidad y, por otra, para desarrollar conciencia crítica frente a las situaciones que debe enfrentar. 

Muchos años de lucha de organizaciones de diverso tipo y de comunicadores y comunicadoras que tuvieron en la Coalición para una Comunicación Democrática (CCD) su expresión más significativa por lo que significó como aglutinación de voluntades y consolidación de una estrategia política dio como fruto en 2009 a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, un paso importantísimo en materia de comunicación democrática. Sin embargo, todo lo bueno que quedó allí expresado no logró plasmarse de manera suficiente en la implementación de políticas y en cambios estructurales que consolidaran los avances. Este mismo hecho habilitó desde el comienzo de la presidencia de Mauricio Macri el desguace sistemático de la ley desde aquella mirada de “mercancía” criticada por Alfonsín e implementada ahora mediante resoluciones contrarias al derecho a la comunicación.

La democracia para ser tal requiere del ejercicio pleno del derecho a la comunicación. El Estado debe garantizar un sistema de medios públicos y privados con participación efectiva de actores diversos de la sociedad civil, para que haya circulación de información veraz, plural y diversa, que permita ofrecer claves de lectura para la interpretación de lo real. Para ello el sistema de propiedad de los medios también debe ser diversificado y los comunicadores, como profesionales pero también como actores comprometidos de la sociedad democrática, deben constituirse en facilitadores del diálogo público en el espacio público. La democracia lo necesita.

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