Desde París

Entre la democracia alfosinista y la actual, lo que cae es la ilusión de una sociedad equitativa, profundamente humana, proveedora de igualdad y liberada de las muchas formas de las dependencias coloniales. La reintroducción de los organismos financieros internacionales destruyó la ambición de una emancipación nacional al tiempo que rehabilitó la posibilidad de que los populismos grises que acechan a todas las democracias se arraiguen en la Argentina. Sin perspectivas, con un relato nacional endeble, endeudada, sin ambición mundial, fracturada por la desigualdad, con un Estado congelado en sus peores tendencias y un poder incompetente, la institucionalidad no ofrece espacios de sueño o convergencias.

En el siglo XX, la Argentina era conocida por su ambición liberadora. Emitía un mensaje audible, suscitaba solidaridades innatas en los otros pueblos del mundo que habían visto cómo el país salía de sus espesuras sangrientas, recuperaba la dignidad y ponía en marcha la justicia como instrumento de verdad, castigo y reconciliación. 

Esos años fueron tiempos de referentes. En París, en cualquier café popular un francés sabía que aquel pueblo lejano estaba reconquistando su libertad cardinal. Nuestro relato democrático trascendía hacia la calle, y la sociedad francesa se identificada. El país de los desaparecidos volvía a aparecer renovado, justo, ambicioso, insolente y soñador. Había un lugar para nosotros en el imaginario colectivo mundial. Nos habíamos liberado y esa soberanía en construcción era un ejemplo. Accedimos a la frondosa magia del futuro. 

Muchos argentinos que residían en Francia en esos años habrán vivido esta experiencia: los franceses se nos acercaban con emoción para felicitarnos. Éramos, al fin, los hijos más modernos y ejemplares del Siglo de las Luces a quienes se había querido amordazar con la osscuridad. Fuimos, por un momento, un símbolo fresco de libertad contagiosa que se difundía como un perfume embriagador. Ser Argentino, en los '80, era ser portador de un mensaje de liberación y dignidad.

Cuando vino a París, Raúl Alfonsín pronunció un discurso en la Universidad de la Sorbona. Hablaba en nombre nuestro y no a cuenta de un modelo bancario. Representaba a un país, a una identidad, y no a una corporación de inversores insensatos inversores. Aquel día, en la Sorbona, Alfonsín denunció el mecanismo perverso de la deuda externa. Dijo: “Occidente, ya no podemos seguir ayudándolos”. En este instante del siglo XXI, la Argentina es conocida por su recolonización a cargo de un liberalismo desquiciado e incompetente que recopila y renueva  las formulas de la dependencia. 

En los 80 nos daban espaldarazos porque éramos libres. En el 2018 nos dicen: “Otra vez con los mismos problemas...”. El cuento memorable que, en 2015, festejaba “la vuelta al mundo de la Argentina” se quedó en lo que era: una astucia narrativa para disfrazar el sometimiento que se venía encima. 

Todo pueblo se construye en la lucha contra el poder que lo somete. Somos un pueblo estructurado en esas luchas pero proporcionalmente amenazado por las devastaciones del sistema mundial. Nadie ha escapado a ello: Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia, Hungría, Francia, los países escandinavos, Filipinas o Brasil les abrieron las urnas a los fascismos reconfigurados. Los países que en el siglo XX conocieron la barbarie vuelven a codearse con las ideologías que las provocaron. Las injusticias y la desigualdad sembradas por la globalización liberal presiden esos renacimientos. Una sociedad perdida se aferra al que grita más fuerte. 

La Argentina traicionada de este siglo XXI es un terreno fértil para esas extremas derechas desafiantes que avanzan cabalgando sobre las desesperanzas del mundo. Las condiciones están reunidas. Pero tal vez, porque tenemos una memoria del horror más cercana y porque la sociedad demostró que no le temblaban ni la mano ni la memoria cuando hubo que enfrentar a los monstruos, podamos ser el referente que no se quiebra. El “No pasarán” en la Argentina. A pesar de que el Estado y el poder que lo ocupa son la forma más acabada del vacío, la manipulación grosera y la indolencia, la sociedad puede ser otra cosa. En los '80 fuimos la frontera donde empezaban los nuevos sueños. A partir de ahora, tal vez podamos ser la frontera contra la cual choca la pesadilla del fascismo que está carcomiendo los valores del mundo. 

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