Hace casi tres años, en ocasión del estreno de La casa del fin de los tiempos –(auto)promocionada como la primera película de terror en la historia del cine venezolano–, este mismo cronista escribía que “el latam-horror sólo será verdaderamente libre el día que rompa definitivamente con las cadenas que lo atan a los clichés como un condenado a una maldición”. Lo mismo puede afirmarse, teniendo en cuenta el lanzamiento de El Silbón, respecto del terror producido en Venezuela. El monstruo titular de la película de Gisberg Bermúdez Molero está basado libremente –concentrándose, como reza el título completo, en sus posibles orígenes– en una de esas leyendas camperas de la región, primo cercano de la famosa Llorona o del geográficamente más cercano Pombero. No tanto alma en pena como ser esperpéntico capaz de destrozar las entrañas de sus víctimas, usualmente hombres y mujeres con algún pecado a redimir, dice la leyenda que el Silbón anticipa su llegada con un particular silbido, presente en la banda de sonido del film de manera ubicua.

El procedimiento narrativo neurálgico descansa en la alternancia de dos historias entrelazadas, cada una en tiempos históricos diferentes. Por un lado, el relato de la génesis del ser a partir de sus raíces humanas, un joven criado en la violencia y la opresión por su propio padre, un hombre obsesionado además con hacer con los cuerpos ajenos –en particular el de las mujeres jóvenes– lo que se le antoje. Por el otro, algunos años más tarde, la aparente posesión infernal de una niña que, durante las noches, se dedica a dibujar obsesivamente los más sangrientos grabados en carbonilla, y la decisión de su padre de llegar al fondo del asunto. El Silbón viaja de un tiempo al otro –y de una secuencia a otra– un poco como su protagonista, a los tumbos, de manera consciente o involuntariamente torpe, recurriendo al fundido a negro como último recurso para tapar los baches (es probable que exista aquí un record histórico en el uso del fade out, en apenas ochenta minutos). La dirección de fotografía es el único departamento artístico elaborado de manera cohesiva y con un sentido climático efectivo.

El resto son sustos de manual –caminatas lentas con música sugestiva seguidas de un golpe de efecto visual y/o sonoro–, supuestas complejidades narrativas que no son otra cosa que desorientación en la construcción del relato y una tendencia al gore (visual y auditivo, cortesía de los efectos de sonido creados en posproducción) aplicado como último recurso para capturar la atención del espectador. De esa manera, las particularidades culturales de la historia, alejadas de los monstruos clásicos creados en las literaturas y cinematografías centrales, pierde la partida ante esos mismos lugares comunes que parecería querer combatir.