Primero, fue una revelación indie a mediados de los 90, premiado con un Oscar al Mejor Guión (compartido con Matt Damon) por En busca del destino. Después, fue comidilla de la prensa amarilla y hazmerreir de la industria a raíz de su romance con Jennifer López y participaciones en títulos infumables como Pearl Harbor y Daredevil , a principios de la década pasada. Se repuso y a volvió a ser tomado en serio, en este caso como un realizador dueño de un capacidad narrativa transparente y de un dominio del espacio y la puesta en escena que sorprendieron a varios, por no decir a prácticamente todos. Y alcanzó su pico máximo con un nuevo reconocimiento de la Academia, esta vez por su dirección en Argo. Aquella noche fue quizás la cumbre de un Ben Affleck que –con su primera interpretación de Batman en la nueva etapa del encapotado y el estreno de su cuarto largometraje como director– da la sensación de haber trajinado el 2016 por la ladera descendente. Segundo título de su filmografía basado en una novela del aquí también coproductor Dennis Lehane (después de su ópera prima, la muy buena Desapareció una noche), Vivir de noche encuentra su principal fuente de inspiración en el cine de gánsters de la primera etapa del Hollywood clásico, recreando los habituales periplos dramáticos de esos bandoleros que hicieron de las suyas durante la Ley Seca.

El de Affleck, responsable no sólo de la dirección sino también del guión y el peso actoral de prácticamente todas las escenas, es quizá el forajido más romántico del mundo. Carente de la habitual misoginia de los (anti)héroes de este tipo  de films, y desencantado con el mundo después de su servicio como soldado en la Primera Guerra Mundial, su Joe Coughlin es tan brutal en sus métodos de “negociación” como sentimental a la hora de vincularse con las mujeres. Ellas serán, entonces, las responsables de los (demasiados) quiebres de guión que ofrece el relato, a la vez que encargadas –primero de varios puntos de contacto con Atracción peligrosa (2010)– de puntuar los estadios emocionales y marcar, con mayor o menor grado de evidencia, los límites éticos del protagonista. Con Leonardo DiCaprio en la numerosa lista de productores, Vivir de noche encuentra a Coughlin en la década del 20, cuando el control del alcohol de Boston –el lugar de Affleck en el mundo, de donde proviene y también donde filmó sus dos primeras películas– se dirime entre irlandeses e italianos. Joe tiene sangre verde, pero su nihilismo posbélico lo hace mantener un status de outsider, alguien que juega para sí mismo robando bancos con su banda. Hasta que no tiene mejor idea que involucrarse con la amante del capo de los primeros (Sienna Miller), aventura que culmina con una golpiza inolvidable y unos años guardado tras las rejas.

La libertad lo encontrará con una sed de revancha que saciará poniéndose al servicio del líder italiano, quien justo en ese momento anda con ganas de expandir la producción, circulación y venta de ron ilegal a Tampa, Florida. Y allí irá, entonces, el buenazo de Coughlin, siempre con el anguloso rostro de Affleck impertérrito, listo para encarar la segunda parte de una parábola de descenso-ascenso-caída. Segunda parte cuyo punto cero será, otra vez, la aparición de una mujer, en este caso Graciela (Zoe Saldana), la hermana del socio local. A partir de allí, Vivir de noche mostrará el derrotero rumbo a la cúspide del mercado apelmazando situaciones que van desde la irrupción de los muchachos del Ku Klux Klan, a quienes no le gusta demasiado que haga negocios con negros y esté juntado con una trigueña cubana, y las momentáneas apariciones de rivales, hasta el surgimiento de una jovencita líder religiosa (Elle Fanning) que se opone a su intento de construir un casino y, para colmo, es el hija del comisario local. Todos estas situaciones serán resueltas con métodos psicológicos y físicos cada más violentos que el director contrastará, tanto desde sus elecciones formales como de guión, con el refugio que significa su vínculo amoroso.

Es cierto que Affleck tiene un innegable talento para situar la cámara y maneja las numerosas elipsis con claridad y sentido narrativo, pero también que nunca quiere ir un poco más allá de la acumulación dramática. El film navega aguas poco profundas a la hora de exponer y desglosar las contradicciones de Coughlin, relegando a los estímulos externos que podrían afectar su comportamiento y poder de reflexión (el catolicismo de sus orígenes, el peso simbólico de su padre comisario, el protestantismo del entorno, el New Deal, la segregación racial) a la condición de esbozos o, en el mejor de los casos, de meros obstáculos. Sobria y convencida de la verosimilitud de sus múltiples subtramas, Vivir de noche no es una mala película; sí una fallida. Y cruda, a la que no le hubiera venido mal un último golpe de horno.