A lo largo de sesenta años de trabajo, Jean-Pierre Léaud construyó una filmografía de asombrosa coherencia, casi totalmente dedicada al más intransigente cine de autor. Revisando esa obra y lo que se sabe de su vida, se descubre enseguida que Léaud es algo más que un actor. Es un hombre que vivió toda su juventud intensamente comprometido con las vanguardias estéticas y políticas de los años sesenta. Y decirlo así es darle un orden, cuando en verdad no lo tuvo. Léaud estuvo en el centro mismo de esa turbulencia cultural y vital, poniendo en juego su cuerpo, su voz, su emoción y sobre todo su mirada. Sus ojos lo vieron todo y ahí están todavía, un poco extraviados en este presente que seguramente le resulta mucho menos interesante.

La dificultad para entrevistarlo es legendaria pero tiene mucho que ver con que las preguntas que se le hacen vuelven siempre sobre ese pasado al que no se le puede hacer justicia en cinco minutos. 

–Fíjese cómo hablo. Para mí, hablar es un trabajo. 

Le resulta difícil.

 –No, difícil no. Digo que es un trabajo. No es lo mismo. Me exige reflexión, trabajar sobre el lenguaje. Pero debe fluir, debe haber algo que se desbloquea y si eso no pasa, me quedo mudo como una tabla. Siempre es necesario encontrar las palabras exactas y si no trabajo lo suficiente o no tengo la energía para hacerlo, vivo en el silencio. Para decirlo de otro modo, no hablo para distraerme. No hablo para no decir nada.

Por eso, dice, prefiere la conversación espontánea y prohíbe el grabador. Luego escucha con atención cada pregunta o comentario, aguanta la respuesta unos segundos y puede hacer tres cosas: ensayar una cordialidad superficial, negarse a responder o, de vez en cuando, profundizar en algo que repentinamente le interesa. Advierte que ha pasado los últimos días en el Festival de Mar del Plata, invitado por la Embajada de Francia, “rodeado de periodistas y presentando una retrospectiva, o quizá deba decir necrospectiva, y estoy intelectualmente cansado”. 

Léaud pide que la charla no sea teórica pero tampoco permite preguntas más fáciles sobre su biografía y se niega a hablar, por ejemplo, de su infancia y su familia “Mi familia fueron los integrantes de la revista Cahiers du Cinéma y mi padre fue Truffaut. Toda mi formación artística, intelectual y cultural provino de ellos. Con eso es suficiente”.

Truffaut efectivamente se comportó como un padre para ese niño desobediente, así como el crítico André Bazin se había comportado como un padre para Truffaut. “No solo procuró, sin mucho éxito, que terminara mis estudios, sino que pasaba todo el tiempo que podía conmigo, me recomendaba libros, películas, y hasta me hacía hacer los trajes en la misma sastrería donde se hacía los suyos”.

Se suele decir que el personaje de Antoine Doinel, protagonista de Los 400 golpes, se basa en vivencias de Truffaut, pero esa es una verdad parcial. Léaud tenía catorce años cuando se presentó al casting para el papel e impresionó al director por su espontaneidad, que era también un poco insolente. 

El niño Léaud conocía el ambiente del cine porque su padre era guionista, aunque no muy importante, y su madre era actriz. Así había llegado a participar ya de un film de capa y espada con Jean Marais y es evidente que esa experiencia le había interesado mucho más que, por ejemplo, estudiar. Truffaut conservó una nota del director de su escuela: “Lamento informarle que Jean-Pierre se vuelve cada vez más y más inmanejable. Indiferencia, arrogancia, actitud desafiante y falta de disciplina en todas sus formas. Ha sido atrapado dos veces mirando fotografías pornográficas en el dormitorio”. Así que Antoine Doinel surgió desde un comienzo como el  resultado de la combinación entre las vivencias del director y la personalidad explosiva del actor, una doble autoría que Truffaut se aseguró de respetar cada vez que volvió sobre el personaje después.

Truffaut pensó varios otros proyectos para el niño Léaud, que no se filmaron, como L’amour au Connecticut, guión de Maxime Furlaud que le divertía por la posibilidad de “hacer otra película con Léaud antes de que sea adulto” y hacerle hablar “en un inglés apenas mejor que el mío”. El proyecto no se concretó, pero, curiosamente, la misma industria que el grupo de los Cahiers había logrado deslegitimar convocó a Léaud para interpretar a otro adolescente problemático. El film se llamó Boulevard (1960).

“Los 400 golpes fue un gran éxito en todo el mundo”, dice Léaud. “Así que a los productores se les ocurrió repetir la fórmula, hacer lo mismo pero con un director que era un referente del cine del pasado, Julien Duvivier. Era bueno Duvivier, había hecho magníficas películas, como Pépé Le Moko (1937), pero la Nouvelle Vague le había dado con todo. Fue muy complicado ese rodaje. Me volvió loco. Creo que se vengó en mí de todas las cosas feas que habían dicho de él los críticos de Cahiers. Pero yo tenía 16 años y era demasiado joven para que eso me hiciera sufrir”.

Cualquiera que aún no entienda claramente cuál fue el aporte de la Nouvelle Vague a la Historia del Cine, no tiene más que comparar superficialmente Los 400 golpes con Boulevard. Mientras una alcanza la emoción con recursos transparentes (un modo de decir cierta frase, una mirada, un plano que se prolonga para revelar un estado de ánimo), la otra trata de hacer lo mismo pulsando las cuerdas más convencionales del clasicismo. Pero por sobre las ostensibles diferencias formales hay otra de orden existencial: para construir su sistema narrativo, Duvivier necesita hacerlo culminar en extremos de la conducta (como un intento de suicidio) mientras que para Truffaut hay suficiente materia dramática en las circunstancias de un niño desobediente que no encuentra su lugar en el mundo. 

Hoy Léaud no percibe el film como una desviación en su filmografía; sin embargo, no volvió a protagonizar un largometraje hasta Masculino-Femenino (1966) de Godard, film que consolidó su carácter de ícono de la Nouvelle Vague. Durante todo el tiempo transcurrido entre Boulevard y Masculino-Femenino, Léaud vivió totalmente integrado a lo que llama “la familia de los Cahiers”. 

“Es que realmente eran como una gran familia”, explica. “Y François Truffaut y Jean-Luc Godard eran parte de esa familia. ¿Cómo quiere que yo le explique todo lo que significó en mi formación el hecho de estar cerca de ellos? Era como estar adentro mismo de la reflexión cinematográfica. François y Jean-Luc me iniciaron en la palabra. Cuando yo estaba con ellos los escuchaba pensar y pensar el cine. Ellos pusieron en cuestión la forma y el fondo. Así que yo los escuchaba pensar y luego actuaba sus diálogos. A los diecisiete años pasé a ser asistente de Godard y se encariñó conmigo. Tenemos una gran amistad, hasta el día de hoy. Cada tanto me daba un pequeño papel en las películas que hacíamos y después de filmar Pierrot le fou decidió ponerme delante de la cámara para protagonizar Masculino-Femenino, que es una película sobre la juventud de mi época. Lógicamente, a esa altura a mí me resultaba completamente natural trabajar para él. Ya no me intimidaba. Y hoy en día, después de todo aquello, ya no me intimida nada”, agrega riéndose.

François & Jean-Luc

Usted es el único actor que trabajó con igual frecuencia para los dos, el único nexo entre dos formas completamente distintas de hacer cine.

–Es verdad, pero fue algo completamente natural para mí. François escribía pensando en mí y Jean-Luc fue muy hábil para lanzarme a una especie de poesía de la soledad. François prefería ensayar, hasta siete veces cada toma. Jean-Luc, depende, pero por lo general no ensaya. O por lo menos, no de modo tradicional. Es más una cuestión del clima que él crea en el set, una especie de tensión que estimula la invención.

Desde Los 400 golpes es evidente que usted tiene un don especial para la improvisación, que Godard (y luego Eustache y Rivette) aprovecharon especialmente.

–Más o menos, no se puede improvisar sobre la nada.

Esa capacidad para improvisar ¿lo acercó alguna vez al teatro? 

–No, si no tengo una cámara adelante, je m’enmerde.  

Léaud dice que está cansado y pide una copa de vino. Pausa. 

Hay una imagen recurrente en el cine de la Nouvelle Vague, probablemente inventada por Godard y retomada después por varios otros cineastas, incluyendo a Jean Eustache y Jacques Rivette: Jean-Pierre Léaud leyendo. Ya sean textos políticos, filosóficos, revolucionarios o poéticos, Léaud se los apropia con una intensidad que es única en la Historia del Cine. De pronto todo el cuerpo del actor aparece atravesado por el texto como si cada palabra se hubiera convertido en parte de su sangre. 

Primero dice que eso no le parece nada particular: “No puedo trabajar si no me siento, como usted dice, atravesado por el texto. Siempre estoy atravesado por el texto. Primero ensayaba solo, repitiendo el texto muchas veces hasta que su sentido se perdía y de algún modo reaparecía en mi interior. Después, desde La maman et la putain, empecé a trabajar de una forma nueva porque Eustache no ensayaba nada: filmaba y lo que salía, quedaba. Así que comencé a prepararme con alguien que me leía el texto y me ayudaba a recordarlo. Y así trabajo ahora: me leen el lexto, poco a poco la memoria funciona, me apropio del texto, lo vuelvo natural, y lo restituyo en el momento del rodaje. En mi caso sucede que, si le hago trampa a lo natural, pierdo todo”.

Algo del método Léaud aparece registrado por Jacques Rivette en su monumental Out 1 (1971). La cámara sigue en un largo travelling a Léaud, caminando por las calles de París, recitando como un poseído un fragmento de La caza del Snark de Lewis Carroll. Frases y palabras se reiteran en su voz (y en su gesto) hasta una especie de abstracción total, en busca de un sentido que en este caso, notoriamente, no existe.

A Léaud le agrada recordar a Rivette: “Durante un par de años Rivette fue el editor general de Cahiers du Cinéma y en algún momento él también decidió asumir mi educación intelectual y estética. Él, que lo veía todo en un film. Yo tenía 17 años, ya éramos grandes amigos y un día me llevó a un concierto de Pierre Boulez. No había más de diez iniciados en la sala. Y Rivette me dijo: ‘Escuchá. Esto es Bresson’. Ese fue mi bautismo en la música contemporánea”.

Léaud se interrumpe, mira su copa y dice: “Es verdad que el vino es aliado de los poetas”. Luego sigue: “Una vez, todo el grupo de Cahiers decidió tomarse unas vacaciones en Marruecos. Allí conocimos a dos hombres que hacían percusión, muy talentosos. Era extraordinario cómo tocaban. Hacían percusión y fumaban hachís. Yo tocaba un poco la armónica, me sumé al ritmo de ellos y no me echaron, así que se ve que lo hice bien. Años después, Rivette hizo Out 1 y me dio uno de los papeles principales, el de un muchacho que se finge sordomudo. Como tal, yo decidí que cuando el personaje iba a los bares a pedir limosna, tocara una armónica. Rivette editó dos versiones de Out 1: una de doce horas y otra de tres horas y media, que es un poco más accesible para el público. La cuestión es que la versión corta de Out 1, que se llama Spectre, termina sobre un solo de armónica mío. Viniendo de quien me había iniciado en la música, me pareció algo extraordinario”.

Parte del cine

Léaud conserva un aire de inocencia que le permite lanzar cada tanto una frase como “La mirada final de Los 400 golpes es la más importante de la historia del cine”, sin que suene petulante. Brinda “por el cine” y no es una pose porque el rigor con el que ha elegido sus films a lo largo de sesenta años ha sido inspirado precisamente “por el cine”: Truffaut, Godard, Eustache, Rivette, Pasolini, Bertolucci, Skolimowski, Moullet, Varda, Rocha, Ruiz, Kaurismaki, Garrel, Assayas, Suwa, Tsai Ming-Liang, y también muchos otros creadores jóvenes que, al hacer su primer o segundo film, hallaron un cómplice en Léaud y un estímulo en su compromiso con el proyecto. No se encontrará en toda su filmografía, después de 1960, ni un solo film industrial, ningún film que no tenga algún grado de riesgo artístico. 

A Mar del Plata vino con uno de los mayores riesgos que corrió en los últimos años: La muerte de Luis XIV, de Albert Serra, un film del que está particularmente orgulloso. Cita una frase que atribuye a Cocteau: “El cine es la única forma artística que puede capturar el proceso de morir” y dice que trabajó en el film como si la muerte del monarca fuese la suya. “Traté de representar mi propia muerte, algo que nos sucede a todos, que viene, que no hay que temer y que, en lo posible, hay que mirar de frente. Fue un trabajo muy profundo, de una gran intensidad y sobre todo muy íntimo, por supuesto”.

Esa superposición entre lo ficcional y lo personal hasta borronear los límites entre ambos planos es habitual en Léaud desde la saga de Antoine Doinel hasta la fecha, pasando por su propia militancia y los films políticos que interpretó en los años  60. Pero La muerte de Luis XIV es algo más, para lo que siente que ha estado preparándose durante muchos años sin saberlo. Es conocido su interés en la espiritualidad, el esoterismo y las diversas ideas sobre la trascendencia. Tan intenso es ese interés que durante su breve estadía en Buenos Aires pidió y logró que le organizaran una visita al tesoro de la Biblioteca Nacional porque quería consultar el mítico Necronomicón. No se lo encontraron.

–Yo nunca quise hacer carrera como actor. Lo que quise fue ser parte de la historia del cine. Y lo logré, en tanto soy un ícono de la Nouvelle Vague.

Me parece que usted es más que eso. Creo que usted es un hombre de la historia, no sólo de la historia del cine.

–Eh, yo no soy el general De Gaulle...

No, pero fue parte activa de esa generación que se le plantó a De Gaulle en mayo del 68. Eso es ser parte de la historia, ¿o no? 

–Ah, sí. Bueno, en esa época con Godard éramos izquierdistas militantes. Luego pasaron los años y hoy no soy más que un zurdito. Pero lo importante es mantenerse arriba del caballo. (Se ríe.)

Es evidente que lo está logrando. En los últimos treinta años ha trabajado especialmente para directores jóvenes y ha establecido una muy buena relación con autores muy personales, como Tsai Ming-Liang o Kaurismaki.

–Sí, lo de Kaurismaki es a causa de la Nouvelle Vague, que tuvo mucho éxito en los países escandinavos. Kaurismaki es un gran cinéfilo, vio todas esas películas, las ama y yo era su actor favorito. Al principio sus películas las protagonizaba él mismo y su grupo de amigos, pero en Yo contraté a un asesino (1990) quiso trabajar con un actor profesional y me convocó a mí. Como si yo fuera un actor profesional… 

¿Alguna vez buscó usted a un director?

–Sí, a Olivier Assayas. Lo fui a ver y le dije que me gustaría trabajar con él porque después de ver su primera película me pareció que iba a ser un gran director. Él me escuchó y en seguida escribió para mí Paris s’eveille (1991), un guión excelente, donde soy el protagonista. Interpreto al padre de un muchacho de veinticinco años que se enamora de mi novia y se va con ella. Tiene diálogos que a mí me resultaron muy fáciles de decir ante la cámara, muy en el estilo de Antoine Doinel. Me hizo muy feliz porque Olivier no dudó un instante sobre mi capacidad para hacerlo o sobre mi talento.

Pero, a esta altura, ¿quién va a dudar de su talento?

–Yo.

Esta nota fue realizada con la colaboración de Lucía Cedrón y Rémi Guittet.

El rey Léaud en La muerte de Luis XIV, de Albert Serra.