Desde Barcelona

UNO Están aquellos a los que J. D. Salinger se les pasa como una suerte de tormenta de verano adolescente. Poderosa, inolvidable; pero ya fue y nunca volverá a vivirse así porque jamás volverá a vivirse algo así. Y están aquellos otros a los que Salinger no se les pasa nunca y para los que es como ese sol al que ninguna nube puede o podrá cubrir o superar. 

Rodríguez es de los segundos. 

Y está más que claro el  que Rodríguez no es el único.

DOS El próximo 1 de enero Jerome David Salinger (Manhattan, 1919 -Cornish, 2010) cumplirá sus primeros cien años de inmortalidad. Que los cumpla feliz aunque –todo parece indicarlo– eso de la felicidad no se le daba tan bien como aquello otro del amor y de la sordidez. Lo que no impide el que Salinger haya hecho tan pero tan felices a millones de personas que llegan a vivir o (cuando lo leyeron de una manera, digamos, un tanto extrema y tóxica) a matar en su nombre. 

Rodríguez se acuerda perfectamente de sí mismo, hace unos cuarenta años por primera vez en aquellas ediciones de Bruguera Nueve cuentos y Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado / Seymor: una introducción. Y buscando desesperado y en vano alguna traducción de The Catcher in the Rye y no encontrándola hasta que viajó a Argentina, a casa de unos tíos, y allí su prima Mirta (quien le dijo que en cuanto pudiese se iba a cambiar ese Rodríguez de su apellido por el de Glass) casi le arrojó a la cara un ejemplar de algo traducido en Buenos Aires como El cazador oculto y le dijese: “Ahí tenés: te presento a mi novio Holden Caulfield”. Y se acuerda de él pasando sus páginas y pensando en que no: él no se parecía en nada a Holden pero, al mismo tiempo, se sentía exactamente igual.

Y, de nuevo, Rodríguez no fue el único en sentirse así.

TRES Y los años pasan pero la sensación permanece y para Rodríguez, Salinger –a pesar de ser misántropo, solipsista, autoexiliado del mundo– ese esa persona/sentimiento/lugar donde regresar porque de allí no se ha ido nunca del todo. De ahí que Rodríguez lea cada uno o dos años o tres como mucho todo Salinger. Totalidad que tiene la ventaja de ser brevemente inmensa y de conseguir que todo su universo quepa (esos cuatro libritos) en el bolsillo de cualquier impermeable. Se puede llevar todo Salinger encima como se llevan fotos de familia DNI y alguna tarjeta de crédito o de transporte. Fuera de eso, claro, está todo lo demás; porque hay muchos más libros sobre Salinger que libros de Salinger: están los libros de ensayos (incluyendo firmas como las de Joan Didion y John Updike y Aleksandar Hemon y Philip Roth): las biografías (muchas de ellas malas, un par de muy resentidas como la de su hija y la de su ex novia, y las dos mejores hasta ahora para Rodríguez que son la muy rigurosa pero sensible de Kenneth Slawenski y esa tan poco ortodoxa y muy salingeriana que es la de Thomas Beller): los documentales tontos y la biopic aún más tonta y todas esas películas con personajes de escritores salingeroides: aquella novela del astuto Frédéric Beigbeder en la que usa el amor roto entre Salinger y Oona O’Neill para volver a hablar de sí mismo: y hasta una secuela ilegal y suprimida de The Catcher in he Rye. La influencia de Salinger está en todas partes: en las familias armoniosamente disfuncionales de Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides y de El Hotel New Hampshire de John Irving; en Norwegian Wood de Haruki Murakami y en los divinos aforismos de La vida después de Dios de Douglas Coupland; en las canciones de Eels y de Belle and Sebastian y de Elliott Smith; en las películas de Wes Anderson (muy especialmente en Rushmore y en The Royal Tenenbaums); y en las risas y satoris que provoca el personaje de Phoebe en la serie Friends. Para no hablar de aquellos a los que se creyó que eran Salinger detrás de un seudónimo (como William “Birdy” Wharton, un tal Giles Weaver a quien nunca llegó a identificarse del todo y hasta el mismísimo Thomas Pynchon). Y de todos los “nuevos Salinger” que se descubren temporada tras temporada y que son el equivalente a los nuevos Bob Dylan”: y no es casual que, hace tanto, un productor pasado de humos haya pensado en el entonces flamante cantautor para interpretar en la gran pantalla al chico ese que sigue ahí, sin haber envejecido un día, todavía preguntándose, expulsado y en vacaciones de Navidad, a dónde irán los patos del Central Park en invierno.

CUATRO Pero todo eso –todo lo que cuelga y crece y gira alrededor de Salinger– no importa demasiado. Lo que importa es lo que Salinger hizo y (todo parece indicarlo; aunque de tanto en tanto vuelvan más a caminar arrastrando los pies que a correr rumores acerca de manuscritos terminados y listos para su publicación de cumplirse cláusulas secretas y alineación de planetas) no lo que Salinger dejó de hacer. En cualquier caso, a Rodríguez le alcanza y sobra con lo que hay y sigue habiendo. Y es a ello a lo que se aferra para no caerse rodando y rodando. Rodríguez repite una y otra vez con Salinger del mismo modo en que Franny Glass se entrega a la recitación constante de una oración jesuítica y peregrina para así –con métodos budistas e hinduistas– alcanzar el éxtasis y nirvana epifánico de ver el rostro de Dios. O algo por el estilo. 

Rodríguez no pretende tanto; pero sí es verdad que Salinger ayuda y consuela por estos días difíciles en los que se ha separado (“¡El primer catalán de verdad independiente!” se ríen sus jefes argentinos y publicitarios) y en los que el entorno volvió a ser algo decididamente tóxico y con sobredosis de esos farsantes “phonies” a los que Holden Caulfield quería matar sin pensarlo dos veces. Por un lado el president Torra delirando guerritas liberadoras, por otro el presidente Sánchez encarando cada medida gubernamental como si se tratase de un slogan y, en el medio, la neo-derecha española en estado de excitación hidrofóbica con Aznar vuelto de su retiro y su aprendiz Casado ya utilizando el mismo fraseo y tonito de agudeza para exigir todo en nombre de “Esssh-Paña”. Y Estados Unidos emitió para poner debajo del arbolito alerta de atentado terrorista en Barcelona. Y, ah, las fiestas, las fiestas supuestamente felices... En semejante contexto, las palabras por escrito de Salinger son, para Rodríguez, como un bálsamo que, como dijo su autor, sirven “para edificar, instruir” y que, una vez conseguido eso, ayudan a dormir mejor luego de obedecer ese “Ahora vete a la cama. Rápido. Rápido y lentamente”.

CINCO Existe, claro, el riesgo de la hiper-consciencia salingeriana y acceder a una suerte de alegría absoluta que te convenza de que ya –una vez allí, en lo más alto– no tiene mucho sentido el continuar viviendo. Entonces, ya se sabe, el paz banana y el “paranoico al revés” Seymour Glass y el tiro del final. En cualquier caso, difícil que Rodríguez alcance ese punto de gozo sin retorno.

Salinger, se sabe, pasó por numerosas experiencias traumáticas que fueron desde un paseo por las peores escalas posibles de la Segunda Guerra Mundial, un tremendo desengaño amoroso y la necesidad de dejar muy atrás y cerrado con llave todo atisbo de la vida “intelectual” para recluirse en una casa con búnker rodeada por muralla. En  una forzada entrevista de 1980 (incluida en J. D. Salinger: The Last Interview and Other Conversations, recopilando lo poco que dijo for the record en declaraciones en tribunales o cuando lo abordaban por la calle), el hombre advirtió: “No hay más Holden Caulfield. Si quieren saber más relean el libro, está todo ahí. Holden Caulfield es apenas un instante congelado en el tiempo”.

Así, obediente, Rodríguez relee una y otra vez ese instante congelado que le da calor en este invierno que acaba de comenzar. Y después vuelve a seguir con todo lo demás.

Porque lo de antes: están aquellos a los que Salinger se les pasa y están aquellos a los que Salinger no se les va a pasar nunca más allá de que Salinger (los libros de Salinger ahora que Salinger ya pasó) pase de unos y de otros. De todos esos que saben que jamás podrán escribir así porque –en su humilde soberbia– lo que en verdad desean es que Salinger hubiese escrito así sobre ellos.