“Sabe reír. En medio/ del dolor se ríe/ y juega”, escribió la excepcional poeta Irene Gruss en “La risa”, un poema dedicado a Hebe Uhart. En estas fiestas tan tristes, con tantos muertos, no es fácil reír. La poeta murió a los 68 años en el Hospital Español, tras sufrir una grave deshidratación. La risa de Irene suena como eco de su ironía, como escudo contra el dramatismo que tanto detestaba, como sonido salvaje de su inteligencia, sin compasión hacia nadie. Ni hacia ella misma, que muchas veces era la primera víctima de su propia acidez. “El poema es ficción; podés contar la muerte de tu madre, pero no es un poema. Ficcionar no es inventar, es hacer un objeto estético con lo que te pasa o con lo que pasa en general”, decía Gruss. Imposible no rendirse ante la belleza de sus poemas; una poesía que se resiste a ser clasificada, que no puede ser encerrada en una nomenclatura o corriente literaria. Algunos versos podrían ilustrar esa proximidad a lo inclasificable:  “Creo en lo que dicen las palabras,/no en lo que son./ Por eso me miento a mí misma” (“La ficción”); “El corazón es un árbol/ que canta cuando le duele/ la sed que le va sobrando, el agua que no bebe” (“Copla”); “Mi voz dice lo que no quiero decir,/ mi voz tiene otro tono,/ lo que quiero decir no lo dice, dice otra cosa” (“El tono”).

Cuando era una niña, Gruss –que había nacido en Buenos Aires, el 31 de agosto de 1950– escribió en su cuaderno íntimo que iba a ser escritora. De adolescente le causó mucha impresión ver una foto de Marguerite Duras, “feísima, con aire de interesante”. Pero el “mandato” de la letra impresa fue ganando cada vez más terreno. Leyó todos los libros que le compraba su padre de las ediciones Aguilar en papel biblia. Entonces se alimentó de mucha poesía de la Guerra Civil Española, Pablo Neruda, Honoré Balzac y Anton Chéjov. De los ocho hasta los veintiún años participó en coros bajo la dirección del maestro Antonio Russo e intentó canto individual supervisada por Susana Naidich. Su vocación precoz con la escritura tuvo su bautismo de fuego en el taller de Mario Jorge De Lellis, al que ingresó a fines de los años 60, principios de los 70; taller que compartió junto a Jorge Aulicino, Alicia Genovese, Daniel Freidemberg, Marcelo Cohen y Leonor García Hernando, entre otros poetas. Leer sus primeros poemas, escuchar los de los otros y “darse con un caño” le permitió entender de qué se trataba escribir poemas. Publicó los poemarios La luz en la ventana (1982), El mundo incompleto (1987), La calma (1991), Sobre el asma (1995), Solo de contralto (1998), En el brillo de uno en el vidrio de uno (2000) y La dicha (2004), libros incluidos en su poesía reunida, La mitad de la verdad (2008) y en la antología  personal Humo (2015), publicada en España, con una sección de poemas inéditos. Es autora también de la nouvelle Una letra familiar (2007).

El tono era una obsesión de Irene. “De entrada, Gruss nos mete en su casa: en su cuerpo, en su yo poético, en su tercera persona que de todas maneras es casi siempre primera y donde nos quedaremos hasta el final del libro –plantea Mirta Rosenberg–. Los poemas compuestos en verso libre, libérrimo, sugieren tanta coherencia y unidad como si fueran perfectas formas cerradas, pero personales. Es la respiración Gruss, el énfasis Gruss, el encabalgamiento Gruss, puestos al servicio de (en sagrado matrimonio con) sus objetos. Condensada en su primer libro, enemiga de la dilatación, de la dilación, la sintaxis poética se va haciendo cada vez más compleja, dada a la repetición enfática y exitosa, a citas de poemas anteriores, de ideas anteriores que ahora se desdicen pero nunca del todo, porque Gruss sabe qué hacer con la ironía tanto como con la emoción”. El registro intimista en la poesía de Gruss en los años 80 y 90 podía ser despiadado y bello a la vez, como si supiera cómo darle belleza al horror. Quizá el poema que mejor condensa esta cuestión sea “Mientras tanto”, que alude a los desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar: “Yo estuve lavando ropa/ mientras mucha gente/ desapareció/ no porque sí/ se escondió/ sufrió/ hubo golpes/ y / ahora no están/ no porque sí/ y mientras pasaban/ sirenas y disparos, ruidos secos/ yo estuve lavando ropa,/ acunando,/ cantaba,/ y la persiana a oscuras”.

En una entrevista con PáginaI12 por la publicación de La mitad de la verdad, la poeta analizó cómo evolucionó su proceso creativo. “No sé si avancé a retrocedí, pero sí sé que fui ampliando el abanico de mi escritura. Lo fui abriendo a medida que fui escribiendo los libros, como si fueran guirnaldas japonesas. Yo no soy para nada programática, salvo las dos series del asma y la vista, que tampoco fueron programadas sino que las escribí de un tirón, no pensé que iba a escribir sobre eso, pero el tono lo elaboro muchísimo. Y sé el tono que quiero para cada libro. Cuando escucho el tono que era de un libro anterior, lo saco. Estoy permanentemente alerta a no hacer más de lo mismo, a no ser una fotocopia de mí misma, a no caer en el yeite de Irene Gruss”.