El eco del NiUnaMenos llegó a la sabana. No fue por Internet ni por la tele. Entró en las conversaciones de los camiones que se bambolean por rutas de tierra y apareció en charlas de hijas, madres y abuelas que andan kilómetros a pie en busca de agua. Viajó en la voz de mujeres como Lilian Naserian Martine, que después de visitar Argentina invitada por la Universidad Nacional de Cuyo volvió a su aldea, Ositeti, para contarle a su tribu lo que había vivido al otro lado del océano.

El retorno de Lilian no podría haber sido más oportuno: diciembre y enero son fundamentales para su pueblo, los masai, una etnia que guarda tesoros de sabiduría pero se aferra a un patriarcado violentísimo. Ella sabe lo que implica ser niña en esos parajes, con un entorno de tradición guerrera, cuatro o cinco horas campo adentro. “Cuando era chica –recuerda– mi padre le dijo a mi mamá que ya era tiempo de que yo pasara por los rituales que ‘me convertirían en mujer’”. Esos rituales consisten en cortes sobre los órganos sexuales, y suelen producirse cuando a las pibas les viene la regla por primera vez. La mamá de Lilian, Rebecca Nashiluni, casi había perdido a otra de sus hijas a causa del sangrado que produce la mutilación genital. Así que discutió con el padre hasta convencerlo: la operación se haría, sí, pero en lugar de llevar a Lilian a una curandera irían a una salita de salud, para garantizarse un mínimo de condiciones sanitarias. Allí una enfermera haría los cortes y luego desinfectaría a la nena.

Por entonces Lilian tenía nueve años y mucho miedo. Siguiendo un guion ancestral, salió con dos amigas de su madre rumbo a la salita. Era el fin de su infancia. A partir del ritual sería considerada una adulta. Y si su cuerpo resistía, hasta iba a engendrar hijos. Nueve años: cuando llegaron, la enfermera saludó a las mujeres, les pidió que esperaran afuera y le ordenó a la niña que pasara. Cerró la puerta y –al asegurarse de que estaban las dos solas– susurró:

–No tengas miedo. Hablé con tu mamá. Me pidió que no te corte, pero tu padre no se debe enterar porque le va a dar una paliza. Vamos a hacer lo siguiente. Vas a volver a tu casa y vas a acostarte durante quince días, como si sufrieras un gran dolor y no te pudieras mover. Tu padre y todos los demás van a creer que te hice los tajos...

“Imaginate –ríe Lilian–: yo, que soy tan inquieta, dos semanas acostada, sin poder moverme. ¡Quería salir a jugar, pero tenía que aguantarme para no levantar sospechas!”.

Dos años más tarde, cuando tenía once, Lilian fue seleccionada por una familia pudiente para casarla con su hijo. “Nosotros éramos muy pobres, y esta familia tenía gran cantidad de ganado. Dado que yo era una buena estudiante, creyeron que podía ayudarlos a enderezar a su hijo si me casaba con él”. Rebecca –la madre– puso el grito en el cielo. Y aunque el padre insistía en canjear a la niña por una colección de vacas, su mamá logró que la pequeña no se casara y siguiera el colegio.

Lilian terminó la primaria. Consiguió ayuda de algunas ONG y completó la secundaria. Para empezar la universidad, tuvo que convencer a su tío de que vendiera una vaca: con esa plata pudo ir a Nairobi, la capital de Kenia, y pagar los primeros meses en la facultad. Consiguió más becas, que de todas maneras cubrían sólo una parte de los gastos. Pasaba semanas a puro café. “En la mañana café y en la noche café. Llegué a desmayarme en la puerta de la biblioteca, por la anemia que tenía”, reconoce. Hoy es profesora de Lengua y Literatura por la Kenyatta University y preside la Maasai Mara Women Empowerment Guide Organization, una entidad que busca garantizar agua, alimento, salud y educación para las mujeres masai. “No quiero que ninguna chica pase lo que yo pasé”, justifica ella.

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Parte de su clan cree que lo que hace Lilian es estúpido. Pudiendo dar clases en la ciudad, eligió volver a Ositeti, un caserío con mil personas que viven donde el diablo perdió el poncho. Igual ya les tapó la boca a muchos, porque fue precisamente por esa experiencia de activismo en la sabana que en septiembre la invitaron a dar charlas en Argentina, como una forma de compartir conocimientos con gente de otras latitudes.

Lógico: pelearla en ese paisaje de elefantes y guerreros es una gesta cotidiana. Todavía estaba en Ositeti cuando se enteró de que un vecino le había sacado el ojo a trompadas a su esposa. Esta mujer, para colmo, había sido obligada a casarse con el tipo. “Me fui a su casa y le dije al marido que me tenía que ir de viaje, pero que esto no iba a quedar así”, cuenta Lilian. Después de que le sacó el ojo, el marido devolvió la esposa a su familia de origen, alegando que “se había puesto fea”. “Vivimos esas situaciones permanentemente, y aunque no tenemos dinero para pagar abogados ni nada, estamos tratando de conversar con la comunidad para ver qué hacemos”.

Luego vino la experiencia sudamericana. “Debo haber sido la primera mujer de mi aldea que subió a un avión”, supone la muchacha. Antes de salir, medio pueblo fue a verla a su choza. Hubo fiesta y discursos. Ya en el aeropuerto de Nairobi, dentro del avión y poco antes de despegar, Lilian aprovechó la poca señal que tenía para enviar algunos mensajes de Whatsapp a su madre. En la distancia, la señora sentía sonar el celu y suspiraba aliviada. “¡Si escribe es porque todavía respira!”, cuentan que dijo mamá Rebecca mientras miraba las letras. No podía entender los mensajes porque es analfabeta.

La llegada de Lilian a Mendoza –tras treinta horas de viaje– fue un shock. Le llamaba la atención todo, desde la “cantidad de comida” que veía en las mesas hasta la profusión de abrazos y besos, que entre los masai no abundan. En una de sus conferencias, alguien le preguntó si en su cultura existía algo así como el “cortejo”. “No existe, porque una no puede elegir con quién estar. En general, el casamiento es algo que arregla tu familia con la del novio, y se estipula una cantidad de vacas que tendrán que ser entregadas a cambio”, simplificó ella.

Un día antes de volver a Kenia, durante una charla en la Feria del Libro local, alguien quiso saber qué había aprendido en su visita a la Argentina. “Mucho. Aprendí, por ejemplo, que a los veinticinco años todavía soy joven”, fue la respuesta. Y no era una ironía. En su zona, ser soltera a esa edad es signo de que algo no va bien. Si a eso se le suma que Lilian pelea por los derechos de las mujeres, las miradas oscilan entre el recelo y la acusación. “Sinceramente, creo que intimido a los varones de mi tribu”, concluyó.

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Lilian retornó a Ositeti a mediados de octubre, para armar los foros femeninos que organiza cada temporada. En una de esas reuniones, invitó a sus vecinas a conversar sobre las cosas que las preocupan, y surgió el tema de la participación que tenían las propias mujeres en el sustento del machismo. En numerosas comunidades masai la mujer no tiene voz ni voto, y menos aún propiedades. “Fue muy emotivo –dice Lilian– porque las que estaban ahí confesaron que ellas bancaban de modo indirecto la agresión, los casamientos tempranos y las mutilaciones genitales. ¿Por qué? Porque durante los rituales cocinaban, llevaban y traían el agua, bailaban y cantaban. ‘Dejaban que ocurriera’. Para terminar con eso, hicimos todas juntas el voto solemne de no volver a colaborar en estas ceremonias”.

Y así llegaron diciembre y enero. Son los meses de las fiestas, y por lo tanto de las mutilaciones y los casamientos. Lilian: “Lo que pasa a partir de diciembre es que todos los chicos terminan la escuela. Si una chica pasa por la mutilación genital en ese momento, tendrá tiempo para curarse antes de que vuelvan a comenzar las clases, que recién arrancan a principios de enero”. Antes, las ceremonias eran un asunto corriente. Ahora no es tan así, “porque venimos trabajando con las familias desde noviembre. Creo que aquellas mujeres que habían prometido no ser parte de los rituales cumplieron. No cantaron, no llevaron agua, no cocinaron. La mayoría mantuvo su palabra”.

Según Lilian, su visita a Argentina tuvo mucho que ver con este impulso. “El paso por Argentina me dio esperanza. Allá las mujeres están luchando por sus derechos, que no son necesariamente los derechos por los que yo lucho: yo peleo por necesidades básicas, acceso al agua, acceso a la escuela y rudimentos de salud. En Argentina están en otro nivel. Pero es positivo. Hay que dejar que cada quien luche por los derechos que cree merecer. Ustedes son una referencia. Argentina se ha convertido en mi segundo hogar y siento que las compañeras de allá son parte de mi familia”.

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Cuando termine enero, Lilian podrá analizar hasta qué punto pudo combatir las prácticas que la preocupan. Solo quien nació ahí sabe detectar los latidos del cambio. Ella lo ilustra a partir de un episodio reciente: “Hace unos días me di cuenta de que un hombre quería casar a su hija, apenas una niñita. No es que me lo contaran. Es que yo ya sé distinguir los preparativos que hay en una casa masai cuando algo así va a pasar. Siendo yo de la aldea, me resultaba evidente. Había demasiada agitación”.

Ante la duda, Lilian pidió una entrevista con el padre de la niña/novia. Su método evita la acusación. “Cuando me acerqué a hablar con este hombre, empecé con un non-jugmental dialogue –’un diálogo sin juzgar’–. No se trata de simplemente ir y decirles a los demás que lo que están haciendo está mal. Eso me alejaría de ellos. Lo que hago, en cambio, es mostrarles los beneficios de la educación de una niña. Los beneficios de no ser una rehén de tu matrimonio. Yo misma me uso como prueba”, explica. Al final convenció al padre. “Lo trajimos a una de nuestras reuniones y él prometió garantizar la educación de sus hijas. La nena que iba a ser entregada, por lo que parece, va a seguir yendo a la escuela”.

¿Cómo se relacionan estas escenas con el movimiento de las mujeres en Argentina? ¿Por dónde podría pasar una posible articulación? “Estoy convencida de que es posible coordinar acciones, porque estamos aprendiendo que –más allá de las diferencias– el problema que compartimos casi todas es la cultura patriarcal. Por eso únicamente tendrá sentido luchar si nos juntamos. Juntas, podemos intercambiar ideas y estrategias... además de darnos ánimo”.