1

–Estos narcisos siempre hacen lo mismo –comentó Ricardo Díaz Cuellar mirando por última vez (en ese preciso momento decidió que era la última) el cuerpo de Abel Levit. Se lo veía bien, los rasgos aun delineados del rostro siempre atento como en actitud de escucha aunque esta vez fuera él quien estaba tendido en el eterno, postrero diván.

–Tienen un hijo de viejos después de haber tenido otros hijos, muchos si es posible, y así rompen el equilibrio de la vida, arman despelote y echan por la borda todo lo que predicaron sobre los vínculos, los complejos y los traumas. ¡Mamita! Si sus pacientes supieran. Igual lo voy a extrañar. Lo quería. Yo también era como su hijo.

No pudo evitar esa fugaz mirada al cuerpo antes de apartarse del cajón, haciendo una señal en el aire que respondía a la forma secreta de una cruz algo torcida. Después fue a ahogar su pena en una selva de flores marchitas.  

Era verdad que Abel Levit había sembrado ex mujeres, hijos, discípulos y amigos que lo quisieron como a un padre a lo largo de su vida. El más chico de los hijos, Matías, de nueve años, a quien todos miraban con cautela porque entendían oscuramente que iba a sobrevivirlos como sobreviven los testigos mudos e inquietantes y que iba a ser el depositario de secretos y papeles, el Señor de memorias y olvidos, estaba hundido en un rincón con la espalda doblada y la mirada gacha. ¿Presentían que iba a ser alguna clase de artista, de desgraciado, o un traidor? No se llegaba impunemente tarde al tablero de ajedrez del doctor Psiquis, pensarían los más vinculados al círculo íntimo, los entendidos y los desplazados de dicho círculo.

Era 1972 y Abel Levit había muerto más cerca de ser un don Juan hierático que un patriarca satisfecho. En 1972, cada velorio, cada convocatoria de la muerte, adquiría un decidido aire marcial, y un halo de pólvora flotaba en el aire. Solemnidad y aspereza no faltaban en esa sala mortuoria. ¿Se había vuelto Levit, los últimos años de su vida, un ortodoxo?

Nadie sabía exactamente lo que pensaba por entonces porque hablaba poco y no mostraba sus papeles, y nadie sabía calcular con exactitud su edad en esa noche final aunque algunos aventuraban que por razones de obsesiva puntillosidad analítica se había muerto cuando quiso, concluyendo una vida comenzada prolijamente en el 1900. Así brillaría en el recuerdo: Abel Levit (1900–1972) falleció a los 72 años dejando una estela de palabras diseminadas, una huella inteligente.  

La clase de persona que era Abel Levit se había ido blindando por temperamento, por profesión, por sus opciones de vida y por sus lecturas, la carne lo había mantenido firme y el alma era la de un muchacho algo anarquista pero con capacidad de sonreír. Y por supuesto nada de todo esto lo había salvado de un breve cáncer y el final abrupto, apenas doloroso. Se había muerto, convocando inesperadamente a una reunión multitudinaria e incrédula. Nadie daba crédito al hecho de que estuviera muerto alguien que indudablemente había pertenecido al club de los inmortales.  

Ese día –la tarde y la noche de un día de la primavera de 1972– Matías no sabía mucho ni podía entender nada en particular acerca de su padre. Su madre, una mujer de cristal tembloroso y apenas templado, era todo lo que tenía, y Matías le sería fiel hasta el punto de llegar a utilizar su apellido, presentándose en muchas ocasiones como Matías Martínez y no como Matías Levit. A mediados de los años 80 recuperaría para sí el apellido de su padre y en 1987 mandó publicar toda la obra de Abel Levit –édita  e inédita– en dos volúmenes cuadrados y de letra pequeña y negrísima, ligeramente chueca, que pagó de su propio bolsillo pero que logró hacer distribuir y exhibir módicamente por medio de la librería– editorial que se los publicó. Contenían desde su tesis médica acerca del chancro sifilítico hasta sus primeros artículos sobre la práctica hospitalaria de la psiquiatría y, además, fragmentos y transcripciones de apuntes y cuadernos, correspondencias intercambiadas con personas cuyos nombres le resultaban conocidos, discursos pronunciados en asociaciones profesionales de psicólogos y psicoanalistas y algunas amenas misceláneas –retratos de pacientes de hospicio, fragmentos de conversaciones de bar, desgrabaciones de charlas anónimas– a las que Matías no pudo resistirse agrupar bajo el título de “Locos lindos”.  

Lo único que no reveló eran los papeles referidos a X. Era evidente el corte que esos papeles hacían respecto de los otros que había acumulado su padre a lo largo de los años. Discursos, artículos de revistas especializadas y hasta las cartas tenían una firmeza en el trazo que aquí tendía a diluirse. Un exceso humano que además de la comprensión, abarcaba la incomprensión. Los leyó varias veces y una vez que tomó la resolución de no darlos a conocer, estuvo a punto de quemarlos. Llegaba a la conclusión de que tenían un lado fantasioso que su padre se permitiría como una prolongación de cierto sentido lúdico en el trato con los pacientes, un momento de breve descanso, o un alivio del inagotable rodeo alrededor de un síntoma, estirar las piernas y decirle a ese hombre o a esa mujer (o a X): “Bueno: ahora cuénteme un chiste que me haga reír”.

No los quemó. Le llevó esos papeles a Ricardo, ya convertido en un psicoanalista con todos los tics de villa Freud.  

–Quedátelo– le dijo.–Es todo un poco literario pero sabrás apreciarlo.

La historia de X apareció finalmente en un libro de relatos de Ricardo Díaz Cuellar, textos que combinaban su experiencia de psicoanalista y terapeuta con un poco de lecturas literarias misceláneas. La historia de X se titulaba “La escena de la pensión”, y se refería a un episodio de El juguete rabioso de Roberto Arlt. En ese episodio, el joven Silvio Astier iba a dar a una pensión de camas por un peso, donde pasaba una noche en una habitación compartida con un muchacho de clase alta que se regodeaba en sus paseos por los bajos fondos, los escenarios plebeyos de la ciudad. En 1942, cuando muere Roberto Arlt, según este relato, ese muchacho que vestía ropas de mujer contacta a Abel Levit a través de un aviso en una revista. Entonces comienzan una relación que dura años y va pasando de la típica relación profesional del amor de transferencia a una amistad concreta. En el final del tratamiento formal, Levit le da a entender que sabe quién es o que al menos su historia es muy parecida a la de ese muchacho de la pensión que vestía ropas de mujer en El juguete rabioso. A partir de ahí le hace una interpretación de su vida y le plantea que tiene como camino seguir viviendo en la pensión para siempre, o salir de ella también para siempre. Al margen de las decisiones psíquicas de X, siguen amigos hasta la muerte del doctor en el año 1972. Hasta ahí llega el relato de Cuellar. (Los papeles originales del caso de X con las anotaciones de Abel Levit jamás fueron publicados). 

Lo que nunca le dijo Matías a Ricardo, quizás porque no le hacía falta decirlo, es que la ofrenda era en agradecimiento por aquella tarde en el velorio de su padre cuando Ricardo se le acercó y le susurró al oído:

–No te hagas tanto drama. Estaba viejo y achacoso. Buscate un padre más joven la próxima vez. Yo me ofrezco.

Ricardo y Elena, la madre de Matías, se acostaron varias veces en el departamento de Ricardo, lejos de la vista de Matías. Pero nunca llegaron a formar pareja. De todas maneras, Ricardo siempre se preocupó mucho por Matías, lo fue arrancando de esa melancolía que lo convertía en un chico gordo y quieto y lo fue sumergiendo en los dos mundos en los que Matías viviría de ahí en más: las piletas de natación y las bibliotecas. También lo llevaba a la cancha. Y jugaron al pool cuando las mesas empezaron a inundar los fondos de los bares amplios y el sonido de las bolas chocando retumbaba en la ciudad. Una vez le dijo que le había enseñado a nadar porque la madre era el agua, y le había inculcado la lectura porque el padre era los libros, y él, Ricardo, era frágil y cambiante como la lluvia y el viento. Y eso era otra enseñanza.

–¿Cuál?– preguntó Matías.  

–No aferrarse a nada.

 

Matías publicó los dos volúmenes de la obra de su padre, guardó diez ejemplares de cada volumen en la biblioteca familiar, le entregó a Ricardo los papeles de la historia de X registrada por su padre y en 1993 se fue a vivir cerca de la playa a un pueblito del sur de Brasil, un pequeño poblado de pescadores donde nadie se analizaba ni le hacían preguntas a los que venían de afuera.

2

Aproximadamente un año después de estar viviendo ahí, una noche, en el único bar de la playa que jamás cerraba, en una mezcla de español y portugués que utilizaría siempre aunque pronto dominara el brasilero cerrado que se hablaba en el pueblito, al calor del ron con coca se le encendió la lengua y entonces confesó a tres de los más asiduos y conspicuos borrachos de la zona, que él era lo que jurídicamente se conoce como un hijo póstumo. A pesar de la mirada indiferente y perdida de los tres borrachos, esa expresión que fonetizó como un fillo postttiumo despertó un mínimo destello de interés que alentó a Matías a arremeter con su historia, la cual introdujo con una frase que sonaba a una advertencia acerca de la generosidad, desesperación o lucidez alcohólica del narrador: “esto que les voy a contar no lo sabe nadie, salvo los protagonistas directos”.

Un hijo póstumo, aclaró antes de entrar en el centro del relato, es aquel que sale a la luz después de la muerte de su padre. Nace después que muere el padre. Pero el padre es el padre. O sea, se enredó un poco en el arranque, es aquel que está naciendo mientras su padre se está muriendo, o mejor dicho, si el padre muere en alguna forma, en alguna medida, durante el embarazo, así que cuando la criatura es dada a luz, técnicamente es huérfano de padre. Quiso comparar la situación con un libro: cuando un libro se publica después de la muerte del autor, se dice que es un libro póstumo. Porque a pesar de haber muerto, el autor lo escribió. Lo dejó escrito, subrayó. 

Los borrachos no dieron mayores muestras de asimilar la claridad luminosa de la comparación. Después de una pausa, arremetió con la historia.

Su padre era mucho mayor que su madre y no estaban casados, contó. Murió el día anterior a la noche en que su madre lo dio a luz. Así y todo, la familia del hombre adulteró el certificado de defunción de su padre atrasando la fecha por más de nueve meses para que en el futuro él no pudiera declararse hijo suyo ni siquiera póstumo, ni reclamar nada acerca de su padre, sus bienes, su excelsa biblioteca, ya que su padre era un médico célebre, un psiquiatra avanzado para su tiempo, un escritor, un dandy y obviamente (él era ejemplo viviente de ello) un maduro don Juan. Su padre había dejado una fortuna cargada de lustre y espiritualidad, y su familia protegía esa fama más que el dinero.

Creció, le confesaría a los borrachos, a instancias de una madre romántica y negadora de los desfalcos sentimentales a los que había sido sometida, en la idolatría de un padre ausente y fantasma, de una sombra, una diferencia de horas. 

Pero eso no fue todo. Ni lo peor.

Cuando transcurrieron los primeros años de su vida y finalmente entró en la adolescencia, a los 16 años, un día en la calle lo detuvo un hombre todavía joven que dijo ser un conocido de su padre. Le dijo que él había conocido muy bien a su padre. Su nombre era Ricardo Díaz Cuellar. El doble apellido, dijo a los borrachos, lo conmocionó. Por primera vez se topaba con una persona que se presentaba así. Alguien que lleva dos apellidos, pensó, era alguien que en realidad cargaba con más de una vida. Y no podían ni imaginar lo cierto que era en este caso. Este tal Díaz Cuellar le habló de su padre. Ni bien ni mal. Dio a entender que era un hombre rico, controvertido, polémico, y que había sido “un hombre de su tiempo”. ¿Y eso qué significa?, interrumpió uno de los borrachos. Significa que tenía todos los defectos y las pocas virtudes de lo que en Argentina se consideraba un criollo, un porteñazo de ley, un argentino cabal. Díaz Cuellar empezó a frecuentarlos en su casa, y un día les contó que tenía un dinero que su padre le había dejado.

Él y su madre, relató Matías, creyeron de forma inmediata que el padre le había dejado esa plata a su amigo de correrías (eso, evidentemente, era Díaz Cuellar, un amigote no muy bien visto por la familia) para hacerles llegar algún día esos fondos que la familia les negaba junto con el apellido y los otros dones relacionados con su padre. Entonces Díaz Cuellar hizo un silencio hondo, fuerte, espeso. Luego empezó a temblar y finalmente vomitó la confesión final:

–Tu padre, su amante, señora, me dio ese dinero para cumplir una misión horrible. Me convirtió en su sicario. Quería que la asesinara antes de que naciera su hijo. Quise preguntarle por qué tanta saña, si no había otra manera de arreglar la cuestión, digamos, filial, pero él, aun desesperado, me dijo que no se podía hacer otra cosa. Le sobraban motivos para tenerme agarrado de los fondillos del pantalón. Soy un hombre que no vivió siempre del lado de la ley. Empecé a vigilarla, a seguirla, para poder cumplir mi tarea que literalmente consistía en borrar todo rastro del niño por nacer, que nunca nadie pudiera conectar a ese padre con ese hijo. Además de este dinero, que yo invertí e hice acrecentar durante estos quince años, me dejó la escritura de una casita en las afueras de la ciudad, en la caja de seguridad de una escribanía. Me sería otorgada si yo llevaba cierta prueba del crimen. Yo sabía perfectamente que me iba a ser imposible cumplir el encargo. A pesar de todo, este hombre tan excelso como siniestro, tenía la potestad de mandarme a la cárcel. Lo demoré, lo demoraba, hasta que no pude hacerlo más. Él me presionaba: así como te recompenso, puedo hundirte para siempre, decía. Ya van tres meses, no puede dilatarse más si no queremos convertir un crimen justificado en una atroz carnicería. Entonces sucedió el milagro. Cuando yo ya me disponía a entrar a la casita que entonces usted habitaba en las afueras del barrio de Flores para asesinarla (había elegido adormecerla con un potente calmante y hacerle ingerir veneno, entonces usted moriría sin sufrimientos durante el sueño), él tuvo ese terrible accidente cerebral y ya no se recuperaría. En coma, como dormido, permaneció inconsciente hasta la muerte y entonces ya no pudo reclamarme el cumplimiento de la misión, y ya nadie más de su familia, nadie, me lo reclamó. Es evidente que era un secreto de sangre entre los dos. Hoy, tantos años después, sólo vengo a traerle este dinero que en rigor es la herencia de tu padre, Matías, y a pedirle a usted que me otorgue las pruebas que me permitan adquirir la escritura de mi casita. Un anillo y un collar de jade que él le regaló, y cuyas copias exactas, o las originales, lo ignoro, están en la caja de seguridad.

Y así terminaba esa parte de la historia, la de la tremenda revelación de un asesinato postergado por la muerte y la voz de una conciencia.

Los borrachos callaron, en apariencia, para siempre.

Y por eso, agregó Matías en el último trago, me vine a meter aquí. Aunque les parezca retorcido, mi madre y Díaz Cuellar unieron sus destinos y se fueron a vivir a esa bendita casa cuya escritura pudo rescatar. Él va a hacerse cargo de ella hasta su muerte. Yo decidí que no voy a volver a verlos, y que moriré, no sé si como un hijo póstumo, porque en definitiva eso es como un título de nobleza que para nada ha de servirte en la vida. Pero sí como un huérfano de ley, sin nombre, sin padre, sin padrino ni pasado. 

3

Pasaron unos años y a pesar de la lentitud impasible con la que solían manifestarse los movimientos de la Historia en el pueblito de pescadores del sur de Brasil, el fin de milenio también llegó hasta ahí y los habitantes se prepararon para recibir – indistintamente– el fin del mundo o el advenimiento de una nueva era. Inspeccionaban señales en el cielo, tormentas, mareas, el estado y el olor de los peces ni bien eran pescados. Los peces se multiplicaban como siempre, de vez en cuando naufragaba una embarcación.

Una tarde, Matías armó una tienda al lado de su casita con unos palos y una lona como techo. Llevó una mesa donde fue colocando artesanías y unos juguetes que había adquirido en la ciudad. Cuando empezaron a pasar los primeros chicos y algunas mujeres atraídos por las artesanías y los juguetes, les dijo que eligieran uno por persona y se los llevaran. Repitió la ceremonia varias veces. En otras oportunidades, la tienda quedaba vacía semanas enteras, y la mesa, afuera, al aire libre, se pudría bajo la lluvia.

Los borrachos creyeron entender que esa forma de comportarse algo tendría que ver con el relato de esa noche alucinada en la que Matías les explicó lo que era un hijo póstumo. A nadie se le exigía nada a cambio de llevarse un objeto. No es que todo estuviera permitido. Él dejaba hacer. 

Dejaba vivir.

Cuando se acabaron los juguetes comprados, empezó a fabricarlos con sus propias manos. Eran muñecos sencillos, de madera, con algunas incrustaciones de plástico, algunas muñecas rearmadas con restos que traía la resaca del mar. Y pronto empezó a fabricar unos pequeños amuletos para los pescadores. Los niños y las mujeres lo iban a mirar mientras fabricaba sus juguetes bajo la lona ya percudida de la tienda. Poco a poco empezaron a hacerle consultas sobre el futuro, los nacimientos y las enfermedades aunque jamás le pidieron que curase a nadie o les pusiera a los viejos y niños afiebrados la mano sobre la frente. Él jamás decía nada concreto. Apenas unas pocas palabras, generalidades, cosas sencillas de sentido común. Ofrendaba esos juguetes que fabricaba con sus manos. 

Es de creer que el culto de los juguetes primitivos de Matías habría de ir declinando con los años cuando internet, el wi fi, las tablets y los celulares mal que mal fueron llegando al pueblito de pescadores. Pero no se descarta que haya seguido, sostenido como un culto semi secreto entre esos niños de comienzo de siglo que ya eran hombres que empezaban a tener sus propios hijos.

Un halo de reverencia nada solemne rodeaba a Matías, que siempre evitó mayores extravagancias fuera de su tienda de juguetes, se convirtió en un personaje notable del pueblo, preservó su Fama y todavía debe estar ahí.