No conocí a Héctor Timerman. Por ello me pareció imprudente referirme a su muerte y a las sevicias que había sufrido de parte de aquellos a quienes, burocráticamente, debo nombrar –lamentablemente– como colegas jueces. Preferí colaborar al pie (diario digital) con el artículo que informó sobre su muerte para expresar mi indignación. Inmediatamente después, sin embargo, tuve oportunidad de leer la bonita página que Raúl Zaffaroni le dedicó (Página/12, 2/1/2019, p. 10) y la nota indignada de Lucila Larrandart –que nombra incluso una mía muy anterior sobre la imputación que el ex canciller sufría por sus servicios a la Nación– (Página/12, 8/1/2019, p. 8), ambos, por suerte, colegas y amigos míos. Las dos notas hacen referencia al impedimento que le impuso un Estado extranjero para proseguir el tratamiento médico de su dolencia, con la colaboración, al parecer a conciencia, de los jueces argentinos, y los malos tratos o sevicias que el ex ministro sufrió de parte de los jueces argentinos, impuestos incluso al final de su enfermedad.

No soy un denunciador serial, según creo que lo tengo acreditado. Pero observo que, en el caso, todas las notas periodísticas coinciden en que se “adelantó” su muerte por la imposibilidad de viajar al extranjero y seguir su tratamiento médico, impedimento que, una vez solucionado –sin duda de modo tardío– ya el tratamiento de la enfermedad, antes comenzado, se volvió imposible y ello condujo a su muerte. Por lo demás, las notas observan un tratamiento judicial despiadado -como ejemplo: obligación de concurrir enfermo de gravedad a los tribunales en lugar de presencia de los funcionarios en su lugar de residencia- y concientemente cruel y degradante para  con el enfermo hoy desaparecido. Advierto, además, que colaborar con el hecho y su resultado implica participar en él.

Se abren hoy tantas investigaciones sobre casos penales –incluso inútiles desde el punto de vista jurídico, como la que aquejó al ex canciller y todavía hoy pesa sobre otros– y, en cambio, se oculta a aquellas que deberían ser instruidas. “Adelantar la muerte”, como alguna vez definió un fiscal un caso claro de absolución, el primero que me tocó decidir como juez-, no significa otra cosa que matar y, por tanto, quien eso hace es homicida. Los “malos tratos, crueles y degradantes” para con un justiciable enfermo grave no significan otra cosa que tormento o tortura. Como dije en un comienzo, no sé si en este caso particular ello ocurrió, por defecto de conocimiento de sus detalles y su contexto, pero no estaría de más abrir una investigación judicial al respecto, dado el conocimiento certero aparente de los funcionarios judiciales intervinientes acerca de esos detalles. Total: ¡qué le hace una mancha más al tigre!

Queridos Raúl y Lucila: como Uds. mismos enseñaron, los jueces podemos matar y torturar y, por tanto, somos imputados posibles frente al hecho de “adelantar la muerte” de alguien o de tratarlo cruel o de modo degradante sobre la base del ejercicio del poder de decisión y de administrar la fuerza pública.

* Profesor emérito UBA.