Aquel viejo cine de bandidos y robadores de bancos tuvo su apogeo en la década de los setentas. Como si se tratara de una revisión del western, o bien una mezcla entre el noir, el cine de gangsters y el de cowboys, los directores llamados a renovar el cine de los grandes estudios (Dennis Hopper, William Friedkin, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y siguen las firmas) tuvieron como estandarte –al menos en sus comienzos antes de que, como dijera la crítica Pauline Kael, la tarjeta de crédito terminara por comerse la creatividad– un cine, y una forma de hacerlo, romántico. En cierto modo, aquellos bandidos que para vivir la vida en tiempo presente bajo el yugo del sistema robaban bancos y se atenían a las consecuencias generalmente trágicas marcaron el sino de una época que modificó el cine de Hollywood. ¿Quién no recuerda en los trailers de la memoria esos finales griegos, fatales, que sellaron el disco duro de la cinefilia? Robert Redford y Paul Newman tirando tiros como Butch Cassidy y Sundance Kid en un pueblito de Bolivia, y la más emblemática, Bonnie and Clyde de Arthur Penn con Warren Beatty y Faye Dunaway, en la balacera más injusta y dramática que ha dado el cine jamás. El espectador entendía: los malos no eran los indígenas, ni los pueblos originarios, ni los mexicanos; sino los dueños de los bancos y sus secuaces.

Cuarenta años después: los bancos ganaron todas las batallas. “Ya nadie roba bancos” dice un viejo en una cafetería, cuando un sheriff, interpretado por un siempre quejoso e impecable Jeff Bridges entra a una sucursal de un banco en un pueblito de Texas para buscar testigos de un robo. Los testigos, a diferencia del pasado, no son de fiar: se quedan con la evidencia, se ríen de los extranjeros, y si se involucran como ayudantes de la policía, es solo para liberar toda esa líbido contenida que un americano de cuello rojo tiene acumulada por la compra irracional de armas de fuego legales. “Soy un outsider, no estoy tan al tanto de la política de los Estados Unidos; pero estos temas están ahí para que alguien haga algo con ellos. Puedo echarles una luz, ponerlos en evidencia; pero no me los puedo llevar a mi casa para hacer una bandera con eso” dijo el director escocés David MacKenzie a The Guardian a propósito de su película número nueve en un espacio de quince silenciosos años, Hell or High Water (título ligeramente parecido y distinto a la película bélica de Sam Fuller), que en Argentina se estrena con el cómodo modismo local de Sin nada que perder.

La historia es sencilla y se encuentra contenida en su título: una forma de expresión que resume la desesperación de los hermanos Tanner Howard (Bob Foster) y Toby Howard (Chris Pine, en formato mundano y no intergaláctico), quienes deciden retomar la vieja práctica de asaltar sucursales de bancos, cubiertos por sucios pasamontañas, después que el mismo banco les sacó unas tierras pertenecientes a su madre gracias a un engaño hipotecario en letra chica. El tiempo que les lleve juntar la suma es el tiempo que necesitan para pagar la hipoteca en función de recuperar las tierras. Al relato de los diversos robos, se trenza la persecución encarada por Marcus Hamilton, un sheriff avispado próximo al retiro, quien viaja en cuatro por cuatro junto a un descendiente de mexicanos que recibe comentarios ácidos por parte de su jefe. A pesar de las supuestas convenciones del género (persecución implica riesgo y velocidad), la película se detiene en detalles sutiles y elegantes planos suspendidos: carteles sobre “deudas”, graffitis que señalan la invasión a Irak y al olvido de esas tierras por parte de los gobernantes, reclamos por parte de una población que ha sido olvidada por la elite gobernante (y que en definitiva es la que permitió el ascenso del actual presidente).

Nacido en Escocia en 1966, el director MacKenzie desarrolló tanto ahí como en Inglaterra gran parte de su carrera. A pesar de haber dirigido a actores como Tilda Swinton o Ewan McGregor, MacKenzie se las arregla para mantenerse alejado de los éxitos de taquilla y la locura del cine comercial. Atraído por historias violentas, su película anterior –Starred Up (2013)– cosechó un éxito de crítica y de festivales. Allí narraba la transformación de un padre y un hijo en una cárcel pública. Hell or High Water es su desembarco en el cine norteamericano, aunque, como suele sucederle, sin demasiados bombos ni platillos. Con un presupuesto acotado, la película se la denominó “western indie”, categoría en donde se agrupan diversas referencias entre las que podemos tildar a Badlands de Terrence Malick y The Last Picture Show de Peter Bogdanovich, y que, actualmente, tiene al director Jeff Nichols, responsable de Mud y Shotgun Stories, como referencia. Un cine que parece redefinir cierto western lacónico setentoso, heredero del lacónico Monte Hellman.

McKenzie no suele dirigir guiones ajenos, pero asegura que cuando cayó la historia de Hell or High Water en sus manos supo que sería su próxima película. Y también señaló que la comparación con el cine de los “Easy Riders, Raging Bulls”, epíteto enarbolado por el crítico y periodista Peter Biskind para hablar de aquellos directores rebeldes de los 70, lo halaga: “Queríamos un estilo que, si bien se puede parecer a un período distinto, de otra época, remite a una actualidad que está alejada de la agenda política de los Estados Unidos: queríamos que quedara bien en claro que la historia sucede hoy en día. Por eso las largas tomas en steadycams, los tiempos lentos, las pausas en las charlas entre los personajes; todo lo que hicimos visualmente estuvo supeditado narrativamente a la historia que teníamos para contar”.Y que es, en definitiva, la falsa calma a punta de pistola que se está viviendo en estos días en los pueblos olvidados del interior de los Estados Unidos.