Desde el inicio de su gestión hasta fines de 2017 –cuando aún podía usufructuar los beneficios inmediatos del triunfo electoral de medio término– el gobierno estaba firmemente convencido de poder sancionar, durante el transcurso de 2018, una nueva ley de coparticipación federal. Al menos, así lo creían el presidente Mauricio Macri y el ministro del Interior, Rogelio Frigerio (nieto), mentor intelectual de la reforma. 

El último Consenso Fiscal suscripto entre el gobierno nacional y los gobernadores, en noviembre de 2017, plasmaba este convencimiento y avanzaba sobre temas y conceptos que volvían a adquirir importancia en la Argentina luego de quince años de marasmo; temas como la responsabilidad fiscal, la reforma impositiva y la modernización de los estados subnacionales. 

La difícil coyuntura económica y financiera se devoró esta agenda e impuso un giro copernicano al clima de acuerdos que imperaba en aquellos días demasiado cercanos en el tiempo como para parecer tan lejanos. Hoy, mientras transita el último año de su mandato, la cuestión de la Coparticipación engrosa el extenso listado de las expectativas incumplidas de Macri.

Más allá de los consensos fiscales y el clima de acuerdos que pudieron haberse logrado un año atrás, la negociación política por una nueva ley de coparticipación no es, por cierto, un tema sencillo de resolver por varias razones. Tres instancias de negociación, íntimamente vinculadas entre sí, definen el contorno y la complejidad del problema, como si se tratara de un sofisticado mecanismo de relojería:

1. La masa coparticipable implica definir el tamaño y los ingredientes (impuestos) que debe contener el pastel que habrán de repartirse la Nación y provincias. 

2. La distribución primaria consiste en acordar qué porción del pastel le tocará al Estado Nacional, por un lado, y a las provincias y la Ciudad de Buenos Aires, por otro.

3. La distribución secundaria fija, finalmente, el porcentual que le tocará a cada provincia y a la iudad de Buenos Aires de la porción de pastel previamente obtenida de la distribución primaria.

Por un efecto de cascada, cada instancia de negociación determina la suerte de la siguiente. Por ejemplo, si el gobierno nacional decidiera no incluir ciertas fuentes tributarias en el reparto y el pastel terminara siendo más pequeño que el esperado por las provincias, la negociación por las distribuciones primaria y secundaria se tornaría, sin dudas, más áspera y complicada.

Por su parte, y en vistas a una nueva ley, la distribución primaria sería muy compleja de resolver si el gobierno nacional no admitiera reducir su actual participación en el reparto. Vale recordar que, cuando se sancionó el régimen vigente, en enero de 1988, se acordó que la Nación percibiera el 42,34 por ciento de los fondos más el 1 por ciento en concepto de aportes del Tesoro Nacional (ATN) administrados por el Ministerio del Interior. En aquel momento existían 22 provincias, Tierra del Fuego era un territorio nacional, la CABA no gozaba de autonomía y la gestión de la salud pública y de una parte de los servicios educativos era responsabilidad directa del Estado federal. 

Respecto de la distribución secundaria, los porcentuales de percibe cada provincia se basan en dos criterios: el primero es de naturaleza devolutiva y se aplica para que una parte de los impuestos recaudados regrese a su territorio de origen y el segundo, que es de carácter redistributivo, está pensado para garantizar que cada provincia esté en condiciones de proveer un nivel homogéneo y equitativo de bienes y servicios públicos, con el fin de reducir las brechas de desigualdad que existen entre unas y otras. 

Ahora bien, ¿cómo lograr que en la nueva ley se cumplan ambos criterios, frente un entramado de intereses tan contradictorios? Porque, si se le asignara una mayor importancia a criterio devolutivo, las provincias de mayor desarrollo económico obtendrían una porción mayor de los recursos; y si, por el contrario, primara el criterio redistributivo, éstas sentirían que son perjudicadas por las provincias más “pobres”, como sienten que ocurre en la actualidad.

Por último, y para agregar una mayor dosis de complejidad al problema planteado, el régimen de coparticipación tiene una naturaleza jurídica muy especial: es una Ley Convenio. Esto implicaría que la nueva ley que sancione el Congreso deberá, además, ser ratificada por cada una de las legislaturas provinciales y la porteña. A primera vista, esta “regla de la unanimidad” le otorgaría al conjunto las provincias y a la CABA un peso desequilibrante en las negociaciones, siempre y cuando pudieran alcanzar un acuerdo interno y único frente a la Nación, posibilidad que en los hechos resulta difícil de lograr por la extremada amplitud y divergencia de sus intereses locales. Esta dificultad de las provincias le otorgaría una pequeña ventaja al gobierno nacional, pero lo obligaría a la titánica tarea de negociar en forma radial con las 24 jurisdicciones por separado.

Queda claro que el actual gobierno, al igual que sus antecesores, fracasó en su intento de sancionar un nuevo régimen de Coparticipación durante su mandato. Sin dudas, habrá aprendido que el deseo por sí solo no alcanza, que los triunfos electorales tienen una importancia transitoria y que los acuerdos terminan por evanescerse cuando las coyunturas fiscales se vuelven demasiado volátiles. 

Más de dos décadas de frustraciones ponen hoy en evidencia que gran parte de la complejidad que encierra la sanción de una nueva ley de coparticipación radica en el propio diseño legal que fue pensado hace treinta años para sostener el régimen vigente. Hasta el momento, todo el sistema terminó estimulando a sus actores a competir antes que a cooperar. 

En la actualidad, la situación fiscal de las provincias es mucho más próspera que la de la Nación y esto promueve a que, frente a las muchas necesidades financieras del gobierno nacional, los gobernadores sepan cómo obtener mayores beneficios por fuera del laberinto de la Coparticipación: la parte más necesitada debe ceder mucho más que las menos necesitadas. La reciente sanción de la ley de Presupuesto es un buen ejemplo de ello.      

De todo laberinto, decía Marechal, “se sale por arriba”. Una posible salida requiere, en primer lugar, que la Nación y las provincias acuerden las reglas sobre cómo habrán de afrontar en el futuro el laberinto de la Coparticipación, prescindiendo, al inicio, de las ventajas que cada parte podría obtener al final de este juego incierto. Y en segundo lugar, no menos importante, es que acuerden quitar de la futura ley todas las rigideces normativas que impidieron, en estos treinta años, sancionar un régimen más ágil, adaptativo y transparente.

* Politólogo. Autor de Hacienda y Nación (Eudeba).

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