–¡Por fin aparece!  –grita con ironía Osvaldo, cuando me ve entrar al bar. Hacía un par de meses que no iba y el mozo exagera su sorpresa para darme la bienvenida y, de paso, “gastarme” un poco.

– Y, ¿cómo la pasó? –pregunta. Adivino que se refiere a las fiestas de fin de año, pero no espera mi respuesta y se larga a hablar sobre cómo las pasó él, que es lo que realmente quería.

–En noviembre murió mi mamá, sabe, así que yo todavía ando golpeado. Mi vieja tenía noventa y siete añitos y hacía casi uno que apenas se alimentaba. Ya no hablaba ni reconocía a nadie, así que Dios se la llevó. Quizás fue lo mejor, pero nadie me quita la pena. Llegó de jovencita desde La Coruña, siguiendo a mi viejo, que se  había venido antes huyendo de la guerra. Cuando me llamaron del hospital para decirme que me fuera a despedir porque no pasaba de ese día, llegué al borde de la cama, le agarré la mano y le empecé a hablar al oído. Le dije que había tenido una buena vida, que había visto crecer a sus hijos y a sus nietos, y que había llegado el momento de irse a reunir con mi papá. ¿Y sabe lo que pasó?

–No, no sé.

–Mi madre, que como le dije hacía un año que no hablaba ni reconocía a nadie, abrió un ojo y me dijo: “Osvaldo, dejame un ratito más”. Casi me desmayo. ¡No se quería ir la viejita! Siempre fue así, corajuda, incansable. Mire, la recuerdo y lagrimeo.

Osvaldo se emociona y sigue. No me atrevo ni a pedirle el cafecito.

–Mi viejo murió hace diez años y con mi hijo le pusimos la bandera de San Lorenzo cubriendo el cajón.  Cuando llegó de España fue a parar a una pensión de Boedo donde eran todos cuervos, y se contagió. Al menos pudimos compartir la tribuna las tres generaciones. Mi viejo, mi hijo y yo. ¡Los abrazos que nos habremos dado con los goles de Acosta y el Pampa Biaggio! Lástima que el Beto no llegó a conocer el viejo Gasómetro. Pero ya vamos a volver, aunque en el nuevo no van a existir los tablones que temblaban con los Matadores del Lobo Fischer y el Toscano Rendo, y los Carasucias del Bambino Veira y el Manquito Casa. Hablando del Bambino, no sabe el lío que se armó en la cena de fin de año. Estas fiestas al final siempre son para quilombo. 

Le pido mi café, pero ni registra lo que le digo, así que me resigno a escucharlo sin interrumpir.

–Fuimos a cenar a lo de mi cuñada, la hermana de Olga, mi mujer. Esa a la que se le suicidó una hija por una pena de amor y desde entonces no es la misma, nunca se pudo sobreponer. 

–Sí, recuerdo esa historia tan triste que ya me contó alguna vez (me apuro a resaltar para que no la repita).

–Qué suerte que la recuerda, porque a veces dudo si usted me escucha o no –provoca Osvaldo. Y retoma.

–Fuimos a su casa Olga, yo, mi hijo y Luciana, su pareja. La piba siempre con el pañuelo verde en la muñeca.  No se lo saca ni para dormir. Hace rato que no nos juntábamos, así que a Luciana no la conocían. Además de nosotros, estaban Ester, que así se llama la hermana de mi señora, su marido, y un pariente del marido que se llama Juan Carlos, al que nadie conocía. Se notaba que el tipo era medio zarpado, porque la empezó a mirar a Luciana de una manera fastidiosa. La piba estaba incómoda, pero trataba de disimularlo. El tipo ya estaba medio tomado cuando llegamos, porque nos recibió contando chistes verdes que nadie le festejaba. Pero al segundo plato se fue al pasto. La miró fijo a Luciana y mientras le tocaba el pañuelo verde le dijo:

“¿Qué lindas piernas tenés, a qué hora abren?”

¡Para qué! La piba se levantó y le dijo de todo. El Beto no sabía si calmarla a ella o cagarlo a trompadas al Juanca, por desubicado. Por suerte optó por lo primero, “dejalo Lu, está borracho”, le decía mientras se la llevaba para la cocina. La situación era difícil y faltaba más de media hora para las doce. Mi señora no se quería ir sin brindar con su hermana. Y entonces cometí el error. Para cambiar de tema le preguntó al tipo de qué cuadro era. “De San Lorenzo –me dijo–. Soy cuervo  hasta los huesos.” “Bueno por lo menos coincidimos en eso”, le contesté, y empezamos a hablar de fútbol.

Recordamos partidos, campeonatos, goles y fueron pasando los minutos. Mi hijo, que escuchó la conversación, se sumó enseguida, y Luciana, que es una divina, hizo como que se olvidaba del incidente y trajo las copas para el brindis. Los ánimos se habían calmado, dieron las doce y el Beto dice: “Brindo por San Lorenzo, porque en eso estamos todos de acuerdo”. “Sí –se sumó el Juanca–, por San Lorenzo y por sus dos ídolos  inolvidables, el Loco Doval que fue un jugadorazo y que hizo reír al país cuando le tocó el culo a una azafata, y por el BambinoVeira, otro jugadorazo, que fue acusado por una violación falsa y perseguido como Darthés ahora. 

No pudo terminar. Luciana le tiró la copa de champán en la cabeza y lo que siguió ni se lo cuento.

Nos fuimos todos y se acabó el festejo. La piba tenía razón. El tipo era un energúmeno. Pero le digo la verdad, en una cosa coincido: ¡el Loco y el Bambino, qué jugadorazos!