Hay hombres que se pasan toda la vida esperando que les suceda algo grandioso. Eso dijo. Y fue lo último que le oí decir a mi padre. 

Pienso ahora en sus palabras, que por entonces sonaron tan rotundas como un desmoronamiento y me pregunto si será cierto que recién cuando uno abandonó para siempre esa etapa febril y amenazante, lúcida y descarnadamente crítica de la adolescencia, encuentra (o al menos intenta encontrar) cualquier motivo para justificar a sus padres. Hay quienes dicen que difícilmente sucede antes de los treinta años, no sé. La adultez no trae aparejada la indulgencia con las propias faltas. A veces invento una fábula  maravillosa en la que yo nunca dejé de ser mi propio hijo y hago un hueco en la justificación para  reconciliarme. “El hombre que sólo aprendió a huir” pertenece al libro Mañana solo habrá pasado y lo escribí motivado por una imagen recurrente en mi recuerdo: el momento en que mi padre me dejaba en la puerta de mi casa y se iba después de haber pasado todo un día juntos. Mi padre era el hombre de los sábados, solo eso. Nunca supe nada de su vida ni dónde vivía ni quiénes eran sus amigos. Sabía dónde trabajaba, eso sí. Dicen que nadie se elige tan deliberadamente como cuando tiene la obligación de criar a un niño. Mi padre no me crió ni tampoco quiso mostrarme una versión mejorada de sí mismo. Decidió callar. De modo que durante años vivimos un eterno presente. Los sábados. Creo que mi padre huía de sí mismo y que de alguna manera yo lo retuve hasta que un día, finalmente, lo dejé ir. Hay cuentos, novelas y películas memorables sobre la relación entre padres e hijos. Yo no tengo ninguna historia, así que opté por inventármelas todas.