La noticia de la muerte del Negro me llegó por casualidad, como esas cosas que te llegan en los momentos más inesperados. De golpe, de saque. Un poco, como le gustaban las cosas al Negro, que no era de esperar mucho. Frase que se podría aplicar a todos los aspectos de su vida. No esperaba nada. De nadie. 

Digo que fue por casualidad porque, pese a la amistad que nos unió (en lo que, creo, fue el mejor momento de la vida de ambos), hace rato que no sabíamos nada el uno del otro. Yo no sabía que se había casado con Jimena, y él no sabía que me había vuelto a quedar sin trabajo, y que vivía en la pieza que había sido de mi tía, y que mi hermana usaba de estudio de peluquería. Usaba hasta ese momento. Porque desde que volví a vivir en la casa familiar para ahorrarme la plata de alquiler, difícil iba a ser que las actividades estéticas tuviesen lugar en un cuartito dominado por un colchón destruido. Todavía tengo el colchón, guardado en el depósito del sótano, en el edificio donde comencé a vivir cuando las cosas remontaron un poco. Ligeramente. Con el tiempo, se me pegó eso de esperar poco del porvenir, tan típico del Negro. 

Decía que la noticia fue inesperada, pero más lo debió haber sido para mí prima, en ese fin de año de 2012, camino a 2013. No porque conociera al Negro: salvo dos o tres, ninguno de mis amigos había dejado una fuerte impresión en mi familia. Podían identificar una cara con un nombre, pero no mucho más. No los culpo. Creo que, a la larga, somos un conjunto de inmemoriales, en el sentido menos optimista del término. Que seguramente debo estar usando mal. 

Sí, sorpresivo por demás. Así fue la noticia para mi prima. En plena fiesta, una hora antes de celebrar el comienzo de año, un mensaje le llegó al celular con la noticia de que su departamento se estaba prendiendo fuego. Mi prima se levantó asustada, pero sin ningún gesto de desesperación, como si le hubiesen dicho que tenía que correr el auto porque estaba bloqueando la entrada de un garage. Sólo dijo por lo bajo “me avisó Vanina que se está prendiendo fuego mi departamento”. La desesperación que no tuvo fue retomada por el resto de la familia. Mi padre, arañando los sesenta, se paró de golpe; mi tío, el padre de mi prima, subió por la escalera a su casa, construida arriba de la casa de mi hermana, que antes era de mi abuela. Mi hermana y mi hermano salieron rápido a acompañar a mi prima al auto “para que esté tranquila”. Cosa improbable, porque estaba tranquila. Eran los demás los que tendrían que ser calmados. 

Yo me quedé. Un poco porque sabía de mi inutilidad frente a los trabajos encarados por mucha gente. Y frente también a la necesidad de ayudar que algunos manifiestan sin mucha reflexión, y que siempre me avasallan e inmovilizan: siento que sobro. Me quedé con mi madre y parte de mis tíos, esperando noticias, mientras guardábamos la ensalada rusa y el lechón para que no pierdan frío en la heladera. Estábamos cerca del edificio donde vivía mi prima, así que no tardamos en recibir información un poco más exacta de lo que había sucedido. El departamento de ella no era el que se había incendiado, sino otro del mismo piso. Cosa que tardó en incorporar como dato, porque, desde lejos, y aún mientras se acercaba, lo único que se podía ver era el fuego apoderándose del octavo, el último piso. Mi padre, que había sido bombero de joven, dijo que esa era ya una buena noticia, además del hecho obvio de que no era precisamente el lugar donde ella vivía donde la tragedia tomó forma. El fuego tiende siempre a ir hacia arriba, y si el incendio hubiese sido en el séptimo o en el sexto, los departamentos de los pisos superiores, estén donde estén en la distribución del piso, corrían peligro de incendiarse. Desde el octavo, los vicios imperiales del fuego sólo podían tomar la terraza. Y ahí parar. 

Cuando llegaron al edificio, todos los inquilinos y dueños y el encargado habían sido evacuados. Dos policías de veintitantos habían hecho lo poco que sabían, más por protocolo que por experiencia. Mi padre contó después que estaba sorprendido de la lentitud con la que se movían. Había un único bombero en la escena, que estaba esperando a que lleguen más compañeros y la autobomba para comenzar a apagar el fuego. Fuego que, de cerca, no parecía tan incontrolable, según dijeron mis hermanos después. Pero que necesitaba de acción urgentemente. A esa altura, mi prima ya había reaccionado. Comenzó a llorar, y la presencia de tantos familiares sirvió para contenerla un poco. Mi padre se acercó al bombero (también joven: había un tema con la edad en todo el operativo) y lo empezó a ayudar a armar la manguera. No se presentó ni nada, habló de un “bichero”, o algo por el estilo, que es una herramienta que se usa para despejar el camino y apuntar con las mangueras hacia el fuego, y el bomberito entendió que estaba hablando con un veterano. Como si fueran parte de un grupo secreto, una secta, en donde mencionar palabras claves servía como estrategia para identificarse. 

A la hora, el fuego estaba controlado. Menos, en realidad, porque llegaron unos minutos antes de las doce los que habían partido en caravana y pudimos brindar en familia. Como las cosas que tardan en entenderse, todo pasó rápido, en muy pocos minutos, y se necesitaron varios relatos para poder cruzarlos y armar algo parecido a lo que realmente sucedió. Lamenté ya no estar trabajando en el diario, porque pensé que se podía armar una buena crónica con eso. Por esos años, escribir una crónica daba más plata que redactar una noticia con datos duros sobre lo que pasaba. O, incluso, un cuento. Nadie pagaba por escribir cuentos. Y no me gustaban, no me gustan, las crónicas, porque siempre me parecieron observaciones que los egresados de periodismo o comunicación social, provenientes de familias bien, que nunca trabajaron, escriben sobre los pobres. Como si fuese una actividad de turismo de clase rentada. Pero también tenía que vivir. Hubiera escrito la mejor de las crónicas sobre todo lo que había pasado, hubiese exagerado mi pobreza y la de mi familia, pero ya no estaba en el diario. Tengo esta costumbre de no estar nunca en el lugar indicado, en el momento justo. 

Entre los comentarios de todos los testigos, la primera en reclamar un orden más preciso de lo contado fue mi tía. Sentada en una reposera y con el abanico en la mano, pidió un par de datos claves para saber qué era lo que había pasado en el piso donde vivía su hija. Mi prima contó que, por lo que tenía entendido, una mujer medio trastornada había prendido fuego el departamento, no se tenía en claro si intencionalmente o no. La tipa, de unos cuarenta, rubia y muy flaca, estaba tensa, hablaba sin parar entre los demás inquilinos, diciendo que lo único que había hecho era prender un cigarrillo, y que todo el lugar se había envuelto en llamas. Lo único que pudo sacar del departamento era a su gatito, de color negro, llamado “Blackie”. Mientras decía todo esto, fumaba. Como si lo que contase hubiese sucedido apenas segundos atrás. Cosa no del todo tan falsa. 

No sé por qué, me puse a pensar en el Negro en ese momento. Hacía mucho, mucho tiempo que no lo veía, y revisé en mi celular si todavía tenía sus datos de contacto. Temí que el número de él no estuviese actualizado, así que le pregunté a un par de amigos en común qué sabían del Negro. Y si tenían el número de ahora. Germán me dijo que, la última vez que lo había visto, el Negro estaba tratando de recomponer las cosas con Jimena. Se le había ocurrido que apostar un poco por “el proyecto de pareja” (frase rarísima para el campo de expresiones del Negro) era la mejor manera de remontar la cuestión. Que él estaba complicado de trabajo, pero que había conseguido algo como parte del cuerpo de seguridad en un bar de Ramos Mejía. El Negro era fornido, metía miedo de sólo verlo, pero también era una de las personas más cultas que conocía. Manejaba datos de todo tipo. Con el tiempo, esos datos que largaba cada tanto sobre los más diversos temas, y que ninguno se ocupaba en chequear, pasaron a conformar lo que llamábamos la “Negropedia”. Una inagotable fuente de información con detalles que nadie podía saber, salvo él. Cuántas personas habían visitado en su historia de existencia la Torre Eiffel. Cuál era el punto más frío del continente, las relaciones clandestinas entre Marlon Brando y James Dean. Cosas. Datos. No sé si eso es lo que entendemos por inteligencia, pero para mí el Negro era un tipo inteligente, y punto. Salvo por esto de que seguía con ganas de estar con Jimena, ganas que parece que después terminaron en matrimonio y convivencia. Claramente, ambos se hacían mal, muy mal. No eran violentos, al menos no físicamente, y de manera evidente para los que estuviesen cerca de ellos, pero sí se contestaban como menospreciando las capacidades del otro para hacer cualquier tarea. Al principio, lo tomamos como los clásicos gestos de una pareja que se asienta, y que ya empieza a encontrar insoportable al que tiene al lado. Pero, en ellos, ese agobio parecía algo más triste y preocupante. Varias veces le dije al Negro, en el último tramo de nuestra amistad, cuando todavía nos veíamos una vez cada tantos meses, que esa relación no le estaba haciendo bien. Ni a él, ni a Jimena. Pero el Negro asentía, y no decía más sobre el asunto. Y preguntaba si sabía que algunos monos eran capaces de participar en deportes que requerían un fino control de las extremidades, como el ping-pong.

Algunos amigos más, que todavía me forzaba a frecuentar, como para acordarme quién era y de dónde venía y esas cosas, me dieron un par de datos más de la vida del Negro. Me contaron que su madre había muerto de glaucoma, que lo de Ramos Mejía no le duró mucho tiempo, y que había pasado hace poco por la veterinaria de Santos Lugares con un gatito negro, bebé, para que lo vacunen. Me llamó la atención, como a todos, el hecho de que el Negro estuviese preocupado por un animal. Odiaba a los animales desde que, de niño, un gato le arañó la cara cuando intentaba jugar con él. Todos conocíamos la anécdota, porque el Negro no se cansaba de contarla cada vez que veía un gato. Era casi un chiste que cualquiera de nosotros repitiese la misma anécdota, con las mismas palabras que usaba el Negro, cada vez que nos encontrábamos con un gato antes de que él pudiese percatarse de su presencia. No me acuerdo de las palabras, pero me acuerdo de que me las acordaba: es una frase medio difícil, pero real. Fue Matías, de todos modos, el que dio la información más inquietante. Que el Negro se había mudado con Jimena a un departamento cerca de la barrera de Lourdes. Que el gato lo tenían como un animalito que reforzaba el aire de vida conyugal. Y que yo debía conocer el edificio, porque “es en el que vive tu prima. Creo que hasta está en el mismo piso”. 

Mi prima ni se acordaba de la cara del Negro. Igual, dijo que no hablaba con ningún vecino, y que era la primera vez que veía a “la loca”, nombre con el que, a partir de allí y hasta el día de hoy, identificaba a la que parecía la única responsable del incendio. Así también lo aseguraba Crónica, que empezó a transmitir la exclusiva del fuego en el edificio de mi prima por cuestiones de falta de noticias. El asunto fue cubierto con más minuciosidad que una visita presidencial a un país extranjero, y recién a eso de las dos de la mañana, cuando todos nos habíamos calmado, y habíamos brindado por el nuevo año y hasta habíamos abierto varias botellas de sidra y Fresita, dieron la noticia de que, en el “siniestro” (no sé si la expresión es la correcta, pero usaron esa) había fallecido una persona. Y que había trascendido que esa persona era el Negro. No lo llamaron así, lo llamaron por su nombre, Jorge Varela. Pero era el Negro. Y recién ahí me di cuenta de que la “loca”, la tipa rubia que cada tanto enfocaban desde lejos, era Jimena. Cambiada, con cara de que algo terrible había pasado, todavía fumando y sosteniendo al gato. Lo único que salvó del fuego. Porque Jorge, el Negro, parece que ya estaba muerto a esa altura, y no valía la pena esforzarse por rescatar un cadáver. 

Entendí a mi prima cuando había tenido esa especie de reacción sin reacción. Me quedé quieto en la silla, mirando la noticia y pensando que qué hacía el Negro ahí, que por qué no nos hizo caso, y pensé también en si valía la pena avisarle a los demás que el Negro estaba muerto. Y pensé en Jimena, también. Porque no entendía qué era lo que había pasado. Porque trascendió que, de la pareja, uno de los dos intentó atacar al otro. Y que no era la primera vez. Y que Jimena tenía que saber algo, pero por ahí no, por ahí tampoco sabía qué pasó, por ahí todo fue un torbellino de cosas que pasaron y que dejó como saldo a Jimena así, y al Negro muerto en un sillón, antes o después del fuego descontrolado. Un cadáver, más negro que el Negro, que no pudimos ver en el velatorio, a riguroso cajón cerrado.

Me acordé, mientras caía de la noticia de la tele, de la vez que fuimos todos juntos de vacaciones, a los dieciocho años, a Mar de Ajó. La camioneta del papá de uno de nosotros (¿Germán o Matías?) se había roto en el camino y tuvimos que hacer tiempo al costado de la ruta, esperando que venga el servicio del Automóvil Club a ver qué le pasaba a la Traffic. Habíamos llevado un montón de galletitas, y nos las comimos todas, en esas largas horas de espera, mientras jugábamos al fútbol afuera del transporte malogrado o charlábamos adentro, protegiéndonos de un sol violento en la poca sombra que había en el interior. El Negro estaba en cuero, y tenía una cicatriz al costado del brazo de una operación que le hicieron cuando le saltó una reacción de la vacuna de la BCG, dos años antes. La cicatriz era enorme. Le atravesaba todo el brazo izquierdo. Ya el cuerpo se le empezaba a marcar, él ya empezaba a ser el mastodonte que intimidaba con sólo verlo. Pero la cicatriz… me acuerdo que charlamos, los dos en la sombra, sobre esa marca, y sobre las cosas que soñó con la anestesia, y sobre las cosas a las que le tuvo miedo antes y después de la operación. Cosas a las que siguió temiendo hasta el último de sus días, imagino, porque los miedos de esa época siguen siendo los mismos que los de la adultez. Que son los mismos de cuando éramos niños, sólo que disfrazados de sexo y violencia y un mundo que no terminamos de entender del todo, en el cual nunca encajamos, completamente.

El tiempo pasó. Conseguí un trabajo como redactor en el diario de San Martín, que a esa altura era más un noticioso de Facebook que otra cosa. Mi oficina, que era la única oficina que había, porque sigo siendo el único empleado que va todos los días, estaba, está, al lado de las viejas máquinas que imprimían las hojitas de un medio que sólo servía para contar cosas de todos los días, que le podían interesar a las señoras que compraban en los almacenes y que se cansaban de charlar en la fila, y pasaban a repasar las novedades del barrio. Ahora, las noticias son más puntuales, exactas, con menos desarrollo. Son como puntas rígidas, fragmentos de información dados de golpe, remarcados con signos de puntuación y fotos, que se pierden más rápido que las noticias que seguramente se redactaban antes. Cada tanto, se prende fuego una casa, y lo único que tengo que hacer es poner la palabra “Incendio”, la dirección y si hubo o no muertos. Y una foto, lo más desprolija posible, preferentemente, sacada de un celular, como para darle un efecto de verosimilitud que los usuarios agradecen en forma de gesto de aprobación activados con un click. Creo igual que nací viejo, porque no tengo tantos años. Pero aquí, me siento mayor. Más mayor. Anciano. Como si algo en mí que podría haberse desactivado en algún momento, un pedazo viejo con el que nací adherido al corazón como un tumor silencioso, se reforzara estando en este trabajo. Pero no me quejo tanto, porque pude salir del cuarto que era de mi tía y volver a tener un departamento, en un edificio un tanto venido a menos, atrás del campo de deportes de un colegio parroquial.

A veces me acuerdo del Negro cuando, en la mesa familiar, volvemos a hablar del incendio. De mi papá ayudando al bombero joven. De Jimena, fumando y con un gato negro entre las manos. Y mi prima se acuerda. Claro que se acuerda. Todavía, hasta el día de hoy, la empresa aseguradora no reconoce los hechos puntuales del “siniestro” (creo que no es la palabra, estoy casi seguro), por lo que su edificio sigue con varias marcas, en el octavo piso, del fuego. Hace poco la volvieron a llamar para que declare acerca de cosas, y lugares y situaciones que corresponden a un mundo de seis años atrás, perdido en el tiempo, quizás quemados en las mismas llamas que marcaron la casa de mi prima. No sé por qué tardan tanto en certificar un hecho que debe pasar todos los días, de alguien que prende un cigarrillo en un momento equivocado, o personas que se extralimitan y hacen cosas impulsivas, sin medir las consecuencias. No sé, y tampoco pregunto. Cosa de las aseguradoras.