En cierta forma era una empleada doméstica, pero en realidad a esta niñera que bajaba de entre las nubes para encargarse de los niñxs de familias que estuvieran atravesando alguna especie de conflicto era difícil verla como tal. Entre el hada madrina y el deus ex machina –esa creación del teatro griego que surgía de la nada para resolver una situación imposible–, Mary Poppins aterrizaba en el mundo real pero estaba claro que no pertenecía a él, y en ese mundo agrisado por las disputas y desencuentros demasiado humanos venía a desplegar su magia. Al menos en la versión de Disney, que es la más conocida. Cuando la empresa decidió llevar al cine parte de la serie de libros protagonizados por Mary Poppins, que Pamela Lyndon Travers publicó en Inglaterra a partir de 1934, hizo lo que hacía con todo material que tocaba, como un Rey Midas que en lugar de oro lo transmutaba todo en “magia”: tomó a la protagonista y la hizo menos terrenal, más encantadora, le dio la cara magnífica de una jovencísima y debutante Julie Andrews y la rodeó, como en cualquier cuento de hadas, de villanos hambrientos de poder y débiles ancianitas, de sirvientes y trabajadores cantarines y alegres y pajaritos que se comunican con el canto. Finalmente, Mary Poppins en versión película se estrenó en 1964. Travers la odió (pueden ver al respecto la película Saving Mr. Banks, donde la interpreta Emma Thompson junto a un Walt Disney encarnado por Tom Hanks y se ignora por completo el hecho de que muy probablemente era lesbiana), Disney le apostó millones, y el público le juró adoración eterna.

Más dulce, menos satírica que la niñera original, y con una identidad más flotante en términos de clase, esta cuidadora de niñxs que no parecía trabajar a cambio de dinero y se le plantaba al patrón diciendo “Yo nunca doy explicaciones” era ni más ni menos que un hada en uniforme de baby-sitter, que arrastraba a lxs chicxs a aventuras en el umbral del mundo real con el imaginario y venía a restaurar un equilibrio perdido. Porque en la familia Banks, las cosas no funcionaban del todo bien. El padre (David Tomlinson), un banquero autoritario y distanciado de lxs hijxs, era el prototipo del patriarca del siglo XX, proveedor y severo, cuyo deber para con la familia se resumía en mantenerla económicamente y garantizar el correcto desempeño del resto. La madre (Glynis Johns), en una libertad que se tomó Disney y que P. L. Travers desaprobó enfáticamente, era una sufragista entusiasta y algo descocada, luchadora por los derechos de las mujeres que no vacilaba en hacer causa común con la propia servidumbre y hermanarse en la causa de género con el ama de llaves y la cocinera. Pero si bien era un guiño a la época y a la liberación de las mujeres en los sesenta, tanto el autoritarismo del padre como el ímpetu revolucionario de la madre de la familia Banks eran planteados como excesos –aunque, es cierto, el segundo más simpático que el primero–, una deformación del equilibrio doméstico, y en todo caso distracciones que venían a desviar la atención de lxs progenitorxs con respecto a su deber primero y fundamental, el de hacer felices a sus hijxs (lo cual no dejaba de ser una idea de familia muy moderna, en la que no primaba la autoridad sino la diversión y el afecto).

Con un poco de azúcar, el equilibrio pudo restaurarse y la familia Banks recuperó la unidad y la alegría perdidas, al tiempo que lxs pequeñxs recibían entre juegos de palabras y canciones inolvidables de los hermanos Sherman la lección de un recorte moral limpio y claro en el marco de un mundo que tenía sentido, al menos en la pantalla. Porque el feminismo militante de la señora Banks parecía poder negociar y convivir con la aspiración patriarcal del señor Banks y abrazarse conciliadoramente en el disfrute de lxs hijxs, a condición de “ablandar” al padre. Y de hacerlo capaz, en el mismo movimiento, de percibir a sus hijxs como personas, un cambio en la figura paterna con el que Disney acompañó la profunda transformación de la idea de familia y paternidad en la segunda mitad del siglo. No se puede subestimar la importancia de que ese cambio fuera impulsado precisamente por el remolino de femineidad que traía Mary Poppins, coqueta y astuta, llena de recursos, que se plantaba frente a la autoridad con gesto encantador y lúdico, marcándole su impostura. Moderna y a la vez idealista, la película de Disney tomaba la ficción de Travers ambientada en la década del 30 y la llevaba todavía un poco más atrás, antes de las grandes guerras y los estallidos revolucionarios y la liberación femenina, en un mundo donde era verosímil –al menos en la visión idealizada de Disney– que los conflictos entre trabajadores y patrones, entre varones y mujeres, entre capitalistas avaros y capitalistas caritativos, se resolvieran con una ráfaga de infancia y un leve ajuste moral. En todo caso, y al margen de cuánto puedan gustarnos sus películas, éste era el Disney de la búsqueda de sentido y de la convicción en la fuerza del cine para promover valores y modelos en la sociedad toda, una factoría magnífica que, en la actualidad, a veces despunta con propuestas más osadas como Frozen o Moana, que dialogan con el presente, y otras se conforma con ofrecer remakes y secuelas y reciclajes.

El regreso de Mary Poppins pertenece a esta última categoría: pasaron unos veinte años y lxs niñxs Banks ya son adultos sin padre ni madre a la vista. Jane es una sindicalista soltera de chalecos y pantalones anchos, Michael acaba de enviudar, es banquero y padre de tres hijos (más sensible que el señor Banks original, por cierto), y si bien lxs progenitores no aparecen por ningún lado y los asumimos muertos, han dejado una pesada herencia a sus dos hijos, la casa de la Calle de los Cerezos, imposible de mantener y encima puesta como garantía de un crédito bancario. Con una situación financiera tan turbia y a punto de ser desalojados, lxs hermanxs, y especialmente Michael, no tienen la fuerza suficiente para sostener a lxs tres niñxs Banks en su propio duelo, y esto abre la puerta para la llegada de Mary Poppins. Que esta vez es Emily Blunt, y cuando su figura se recorta entre las nubes y empieza a acercarse para traer el alivio que cualquier niñx (y no solo niñx) necesita, produce inevitablemente un temblor de emoción profunda. Pero ese temblor se basa por completo en el recuerdo y el cariño por la Mary Poppins de 1964, que es el capital más importante con que cuenta El regreso de Mary Poppins. Sin innovar, sin acusar recibo del mundo actual, sin ideas podría decirse, la película reversiona punto por punto cada momento, gesto y episodio memorables de la original, y lo hace con más presupuesto, más color, más todo.

Por eso algunos fragmentos son deslumbrantes y casi milagrosos: no es frecuente ver en pantalla grande un despliegue de musical clásico semejante, tan colorido y perfecto, por más que las canciones estén a años luz de las de los hermanos Sherman. 

Emily Blunt es regia, fría y elegante, con un aire pícaro y menos dulce que el de Julie Andrews y quizás por eso más ajustado a la época, Lil-Manuel Miranda es brillante como el farolero que lleva a la niñera y a lxs niñxs en un recorrido por el mundo proletario de Londres que replica al de los deshollinadores, y hay sorpresas y grandes estrellas escondidas por todas partes. La nueva Mary Poppins es como una torta perfecta, con una cobertura lisa y color pastel, decoración ajustada milimétricamente y apariencia nada comestible: como tantas películas contemporáneas, la ahoga el diseño, que es magnífico. Pero el centro emocional de la película, aparte de la nostalgia, es insustancial y disperso, entre el duelo y la pérdida que Mary Poppins enseña a lxs chicxs a procesar y la clonación del autoritarismo del señor Banks en un hijo que no se le parece. Los elementos son los mismos: la niñera soberbia y mágica, el padre que perdió el rumbo, lxs niñxs que se quedaron solxs, una Londres brumosa que se parece a un barrio amable más que a una gran ciudad, canciones, animación y juegos de palabras. Pero todos esos elementos no cuentan una historia que resulte nítida –aunque sí un espectáculo deslumbrante–, y a El regreso de Mary Poppins apenas le queda como bandera la lección nada desdeñable de la película original (pero quizás menos relevante en este mundo que autoriza el juego): que lxs adultxs también pueden y deben jugar, y que jugar es un asunto muy serio.