Tiempos Modernos

Henry Ford fundó su imperio automotriz en la lógica de una expansión que proponía la construcción de autos suficientemente económicos, “que hasta los obreros de la compañía y sus empleados pudieran comprarlos”, promoviendo una relación entre estandarización de diseño y modos de producción. Para lograrlo, inventa la línea de montaje, y en esa misma dinámica de lo utilitario y del universo del consumo incipiente, queda sellada la suerte de lo humano como reducción en su condición de ensamblado mecanizado, de engranaje, de proceso automático de la existencia. Es la misma enajenación que padece “Carlitos” en el film Tiempos Modernos, de 1932, para cuando Ford ya había consolidado su producción con el célebre Modelo A. Esta es una cosmovisión completamente nueva de lo humano y lo contemporáneo, no es sólo un positivismo de las ideas y de las categorías cientificistas, sino que es fundamentalmente un positivismo de la experiencia, una optimización del rendimiento hasta desvanecer cualquier noción política del individuo. A su modo, Henry Ford estaba fundando los cimientos de la posverdad –sostenidos por otra parte en la misma lógica dela propaganda nazi–. No en vano, es el único personaje de su época citado por Hitler en “Mi lucha”. No en vano, la línea de montaje automotriz es la misma que dará lugar a la lógica del trabajo esclavo y el exterminio en los campos de concentración nazis y en las cámaras de gas. 

Que la industria automotriz es un émulo de la guerra, que “el auto es la guerra”, ya lo sabemos.

Unas semanas atrás nos despertamos con una noticia extraordinaria en los portales. Sí, un despertar que es asimismo un retorno, un retorno doloroso, un retorno de lo reprimido. En un fallo histórico, condenaron a dos gerentes de la Ford Motor Argentina por crímenes de lesa humanidad, acontecidos en la planta ubicada en Pacheco, provincia de Buenos Aires, durante la última dictadura cívico militar. Es el primer fallo que refrenda lo que la comunidad de los Organismos de Derechos Humanos nombra desde hace años: responsabilidad civil con respecto a los desaparecidos, y responsabilidad económica y financiera con respecto a la función empresaria. Parece que en las inhóspitas tierras de las filiales industriales o mejor decir de las periferias de los países industrializados, ya no se tratará del precepto de producción automatizada solamente, que reduce lo humano a mecanismos propios de la copia y la mimesis, sino incluso de la erradicación de cualquier vestigio ligado a lo viviente. Sólo así podría entenderse la relación cíclica del empresariado multinacional argentino con la explotación y la humillación sistemáticas, promulgando salarios –y condiciones vitales– siempre a la baja, negándose a pagar las cargas patronales, el salario familiar, el reconocimiento de los días por enfermedad, las vacaciones pagas, entre otros derechos transformados en atrocidades.

Este fallo es asimismo impactante, porque recae no sólo sobre las personas físicas sino sobre la empresa, sobre el significante Ford. Ford, La Ford, Henry Ford. 

La ruta es una yilé puesta de canto

Allí vuelve de saludar a su público el saltimbanqui Juan Gálvez, el corredor de autos salta la zanja. La foto lo atrapa en el retorno, a sus espaldas el público agradecido ríe en la mañana promisoria de Olavarría. En “El Rey del Bife” de Mar del Plata estaba esa foto que cautivaba mi cosmovisión infantil, ya en ese entonces sabía que era la última del último abrazo antes de su muerte. Aconteció así, tal como una reseña lo señala:

“Aún con mucho para dar, Juan Gálvez pasó a la inmortalidad a los 47 años, el 3 de marzo de 1963. Estaba luchando por el triunfo con Dante Emiliozzi en la Vuelta de Olavarría cuando perdió el control de su auto en el Camino de los Chilenos. El Ford con el número 5 en sus laterales dio cinco tumbos y se metió dentro de un campo. Juan, que no usaba cinturón de seguridad por temor a no poder desabrochárselo ante un incendio, salió despedido del habitáculo y falleció al pegar violentamente contra el piso.” (Fuente: Red Bull.  Juan Gálvez, el más grande).

Pero en la foto, esa foto, siempre está retornando hacia el ojo del espectador, y a un tiempo se aleja de su público, salta el charco, se despide ¿Qué tipo de visión es esta tan reconocible y también extraña, tan apabullante, tan cierta, tan acongojante? La propia de “lo siniestro” señalado por Freud, eso extremadamente familiar que se vuelve no reconocible, ajeno, también letal.

Con 56 triunfos y nueve títulos, Juan Gálvez es el piloto más exitoso en la historia del Turismo Carretera. Porque esos triunfos se transformaron en campeonatos y en un reinado que se extendió en el tiempo hasta alcanzar el récord de 56 carreras ganadas y nueve títulos.

Una gloria trágica, un recuerdo “imperecedero” el de Juan Gálvez y su “Cupé Ford”. ¿Qué yace y qué subyaceen lo imaginario popular de nuestro país, que se fascina con el velo de la tragedia, la mortaja mística, el halo de un horror que no termina jamás de presentarse? Por momentos, curiosamente, parece una cultura atemorizada ante lo siniestro, ya que lo siniestro es asimismo una oportunidad de indagación sobre “la otra escena” inconsciente, sobre eso “no sabido”, como hace el psicoanálisis, método clínico de indagación para llegar “al hueso” de la experiencia, para producir un cierto “saber hacer” con esa trilogía que componen muerte, amor, sexualidad. De la misma manera que acontece con los desaparecidos desde hace décadas: el establishment, los cómplices, los dormidos, los temerosos de descorrer el velo para otear en el horror, prefieren en cambio y a cambio “lo imperecedero.”   

Como le escuché decir hace años a uno de esos corredores mitológicos del Turismo Carretera y los caminos de tierra, albur y alborada crecientes: ¿sabés como se ve la ruta cuando acelerás en un coche de carreras?, como una yilé puesta de canto”. La yilé en cuestión era el nombre genérico –por la marca comercial Gillette– con el que se conocía a las hojitas de afeitar de cada despertar de los hombres argentinos frente al espejo, brocha enjabonada en mano y radio matutina –probablemente Spika– colgada del borde del espejo o similar.

¿Qué corta este fallo respecto de eso imperecedero?

Entre Ford y Freud

Lo que ocurrió el 11 de diciembre de 2018 en Argentina es histórico, sin precedentes, tal vez insólito, recorrido de ese enorme río subterráneo de las luchas de los Organismos de Derechos Humanos en Argentina. Es el primer paso para condenar los crímenes civiles de la última dictadura cívico militar en Argentina, y continuar, comenzar más bien, a partir de aquí, con los crímenes políticos y económicos de aquella época y en una continuidad lógica, con los de este gobierno dañoso, oligarca, destructor de la industria y del salario, empobrecedor hasta el tuétano, fugador compulsivo de capitales, enemigo de la educación y la salud públicas, inquisidor de la investigación científica, saqueador del patrimonio público.

Ante este cúmulo de atrocidades bienaventuradas, no es precisamente el repliegue de la prueba de realidad de la huella de obsesivo lo que nos conducirá a alguna cura, la huella que pretende conservar su carácter indestructible, erradicándola del curso del tiempo y restándola de todo espacio conocido. La renegación de la prueba de realidad. ¿Cómo podremos, entonces, revisar e incluso construir la historia por venir? Probablemente con esa especie de desmayo amoroso y transferencial ligado a la palabra, y más precisamente al tropiezo de la determinación del significante a favor de su indeterminación creadora. No es con las categorías con las que saldremos del infierno, sino con la lógica de una experiencia que está más precisamente anclada a la histeria, incluso a sus poderosos influjos hipnóticos de la ambrosía falocéntrica.

Al fin y al cabo, en esto de creérsela hay algo de grandeza, algo de poética experiencia que permite nacer.

* Psicoanalista. Miembro de EPC (Espacio Psicoanalítico Contemporáneo).