Cuentan las integrantes de Las Taradas que muchas veces se bajan del escenario y algún chabón les dice, sorprendido, “pero tocan bien, eh?”. La cantante Leila Recchi escribió en Twitter un largo hilo sobre el trato que reciben las mujeres en el rock. “No hay confianza en lo que hacemos. Hasta me han preguntado si canto en mis grupos por ser novia de algún miembro”. La escritora Mariana Enríquez cubrió como periodista recitales y festivales de rock durante años y dice que jamás se la quisieron levantar por el estupor que provocaba su presencia en los backstages: “era un elemento tan extraño a ese ambiente que ni se me acercaban” cuenta. La cantante Marilina Bertoldi llama a buscar otros espacios para llenar el mundo de contenidos potentes y diversos, prescindiendo del viejazo que supone querer habitar los que ya están viciados de machismo. Y la artista Andrea Álvarez viene denunciando hace años la fatal misoginia que afecta al universo de guitarras eléctricas y zapatillas gastadas. Pero la discusión que dominó la escena después de que el productor José Palazzo dijera que no hay suficientes mujeres a la altura del Cosquín Rock, es si las oportunidades aparecen por talento o por género y gran parte de ese debate es responsabilidad de los creadores de titulares que, una vez más, ponen cara de sorpresa cuando alguien se ufana de aquello que debería dar vergüenza: el line up del CR, de Lolapalloza y los teloneros de las bandas y solistas que vienen de afuera son, en su abrumadora mayoría, hombres. 

Como suele pasar de un tiempo a esta parte, el dueño de las palabras machistas se desdijo con tibieza por el repudio generalizado y lo que queda en el aire es una incomodidad, producto del hartazgo, la conciencia general de que hay un frente más que atender, una deuda que se viene amasando con tanta fuerza que es difícil atajar sin dársela en la frente: el rock tuvo históricamente reservado para las pibas el lugar de las groupies o coristas y para los tipos todo lo demás. O sea, una repartija bastante desigual de poderes. Pero esto no sería nada si además no hubiera ninguneo, falta de recursos, atención y apoyo a las artistas mujeres. Ni hablar de la marginación a bandas de lesbianas y trans. Y todo este drama sin contar el acoso sistematizado y las violencias ejercidas sobre los cuerpos de las pibas que se ponen en primera fila a admirar a sus ídolos. 

Lisa Kerner, gestora cultural y artífice de Casa Brandon, el espacio alternativo más vibrante de Buenos Aires, elaboró una larga lista alfabética de todas las que laburan en música, tienen proyectos, discos, estudian, tocan en vivo, tocan en fiestas, arman y desarman bandas, se van de gira y hacen todo lo que hacen los chabones con distintos resultados, sin olvidar a las productoras de sonido, técnicas y managers de artistas. Mucha gente fue agregando data y se armó una especie de base feminista de la escena musical nacional. Pero aunque la resistencia es mucha, quienes siguen mandando son personajes como Palazzo, quién, además de menospreciar a las mujeres, gusta de la policía y tiene vínculos miserables con el pasado represor de este país, festejando el accionar de las fuerzas de seguridad cuando, por ejemplo, se lleva un pibe por tener un porro, una remera de Santiago Maldonado o directamente hace desaparecer a un chico y después lo asesina, como fue el caso de Isamel Sosa durante un recital de La Renga producido por él. ¿Qué tendrá que ver semejante prontuario facho con la segregación de las mujeres de los escenarios profesionales? Mucha, y gran parte de esa actitud general de los productores de abstenerse de contratar bandas de chicas, de los medios de prescindir de periodistas mujeres y de los músicos varones de gozar de sus privilegios mirando para otro lado es un patrimonio nacional que debería sumarse al que cada 8M le dice basta a las violencias machistas. Basta ver el line up de Coachella, Primavera Sound, Glastonbury o Tinder Box, por nombrar algunos de los más grandes e imponentes festivales, para ver que están liderados por mujeres. No faltan talentos, Palazzo, falta voluntad para hacerse eco de un cambio que late en todo el mundo.