Que una película sobre un homosexual de raza negra coseche ocho nominaciones al Oscar (entre ellas las de mejor film, director y guión adaptado) apenas un año después del escándalo por la ausencia de intérpretes de color en los rubros actorales, es cuanto menos sospechoso. Y si se tiene en cuenta que hay un total de 17 afroamericanos entre los candidatos a alzarse con alguna estatuilla en la noche del 26 de febrero, la catalogación de ese film como estandarte de una suerte de #Oscarsoblack que se contraponga al #Oscarsowhite de 2016 resulta inevitable. Pero Luz de luna no es el crowd-pleaser que uno podría esperar de una entidad con la corrección política siempre a flor de piel (y, al menos en esta temporada, dispuesta a hacer las paces) como la Academia de Hollywood. Tampoco el típico exponente indie que gira en derredor de un concepto y hace de la superación personal y el punteo de las emociones adecuadas en los momentos más oportunos dos normas inquebrantables. Íntima, reflexiva y sensible sin ser sensiblera, Luz de luna es, antes de todas las connotaciones políticas que quieran buscársele, una película en serio. Y por momentos bastante buena.

Parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata, el segundo largometraje de Barry Jenkins presenta tres fragmentos de la vida de su protagonista. En el primero es Little, un nenito que atraviesa su proceso de crecimiento en los suburbios de Miami de los años ‘80. Que el film ilumine solamente sus zonas más oscuras (la primera escena lo encuentra escapando de una paliza segura) preludia un relato lleno de golpes bajos y que se regodeará en la miseria de las criaturas que lo pueblan, una suerte de una reversión genérica de Preciosa, de Lee Daniels. Y algo de eso se atisba en el recorte de Little como víctima del bullying, hijo de una madre drogadicta (Naomie Harris, nominada a Actriz de Reparto) y un padre ausente, y carente de cualquier contención emocional. La diferencia es que aquí los personajes no escupen máximas ni son arquetipos, sino que respiran, exhiben sus dobleces, son contradictorios, grises, plenamente conscientes del entorno y sus particularidades.

Jenkins muestra con delicadeza y sin apremios la construcción de un vínculo si se quiere paterno entre Chiron y Juan (el también nominado Mahershala Ali, conocido por su lobista Remy Danton en la serie House of Cards), el vendedor de drogas más auténticamente humano que se recuerde. Por allí también anda Kevin, un vecino y compañero de colegio que, en la segunda parte, aquella que encuentra a Little convertido en el adolescente Chiron, servirá como objeto de deseo sexual. Porque Chiron no sólo es negro, sino también homosexual: una condición de doble minoría que invita al relato hundirse en las profundidades de la denuncia social. Jenkins es consciente del poder radioactivo del arco dramático, y antepone una férrea perseverancia en acompañar a sus protagonistas sin jamás levantar el dedo acusador ni utilizarlos como vehículo de ideas aun cuando estén en un contexto adverso, crítico, que los margina sin ofrecerles contención alguna.

La tercera y última parte es la mejor por la sencilla razón de que Jenkins tiene el ojo entrenado para captar la fragilidad generalizada que anida en los silencios y miradas durante el reencuentro entre Kevin y aquel niño devenido en un poderoso dealer local rebautizado Black. Un autazo y los dientes de oro vuelven a encender las alarmas de una potencial acumulación de lugares comunes que, sin embargo, queda otra vez en eso, la amenaza de algo que finalmente no es. Como en Tangerine, de Sean Baker, película con la que el tercer acto de Luz de luna encuentra varios puntos de contacto, una cafetería servirá como espacio de revelaciones y sinceramientos, permitiéndole al registro poético del film alcanzar el máximo nivel de depuración, y a sus protagonistas desnudar sus sentimientos justo allí, donde el tiempo parece detenerse en una noche infinita.